lunes, noviembre 04, 2019

TOMBUCTÚ



Si el Universo tiene un centro, está en el mercado de esclavos de Tombuctú.
Los vientos alisios portan esencias deliciosas que llegan desde los cuatro puntos cardinales. La brisa combina los aromas de las especias y las especies con artes de perfumista. 
Las pezuñas de las bestias imprimen en la arcilla blanda los jeroglíficos de un alfabeto nómada: Las picudas incisiones de las cabras y las ovejas, aderezadas con sus aceitunas negras, se superponen a las señales más grandes que dejan con sus cascos los búfalos de agua (tan fuera de lugar en este desierto) y las muy cornudas vacas que pastorean los watusi, unas improntas inconfundibles con su forma de grano de café y semiocultas entre sus enormes bostas humeantes; la obscena huella del camello, la más profunda y espaciada en su trote sandunguero,  está punteada por pardos pelotones parcos en paja y ayunos en agua. De tanto en tanto, la poderosa y almohadillada marca del elefante,  esa enorme luna circundada por cuatro satélites más pequeños, queda eclipsada por una montaña churretosa que añade más fango al barro.
Un pespunte de herraduras, huellas de sandalias y de pies descalzos trenza una orla en el borde de la inmensa plaza. Sigo esta senda que se detiene justo al lado del podio de la puja.
El primer lote  subió al escalón.  Una tribu nubia deslumbraba  al sol con el lustre de sus pechos de azabache bruñido y humillaba a los mercaderes con sus penes de garañón. No mostré mucho interés por esta tanda.
Por el pedestal fueron pasando kurdos gigantescos;  bárbaros greñudos y pelirrojos, con la piel desgarrada por nuestro sol infame; jinetes mongoles tan inseparables de su caballo que nos hicieron recordar aquel tiempo en que no era raro subastar centauros del desierto en el mercado. Todos ellos fueron entregados al mejor postor.
Como en todo mercado, el peor pescado se vende el último. Para el remate, quedaron una pareja de pigmeos, bastante mermada de dientes y algunos hombrecillos de ultramar, amarillos de semblante, muy chillones aunque con dedos habilidosos dignos de un alfarero. Fueron malbaratados a un trapero asqueroso.
El penúltimo esclavo en subirse al escabel fue un cautivo de los bereberes. El hombre, más viejo que joven, enjuto y barbicano, tenía una lengua  afilada, suelta y demasiado soez hasta para un mercado. Estaba tullido de un brazo que seguro habría perdido en una pendencia. Nadie quiso interesarse por un tarado de tanto genio, le volvieron a poner otra vez los grilletes y de él nunca más se supo.
No quedaba sin dueño más que un hombre de aspecto moribundo con sus ropajes oscuros. Moreno de pelo y pálido de rostro, con unas mejillas tan chupadas que le agrandaban sus orejas y la triste asimetría de unos ojos de mirar melancólico. Tenía el pecho débil de la gente que tose mucho y unos brazos flojos, casi ridículos, tan esqueléticos que poco servirían para empujar  y,  mucho menos, para ayudarme a amasar.
Pagué por Gregorio trescientas boñigas. Es todo lo que un escarabajo, pobre  como yo, podría permitirse.