Imagen: Laurie Lipton
Las últimas luces de la tarde se
colaban por los inmensos ventanales del Ateneo. La silueta del palacio de los
Revillagigedo, restos de una muralla romana recrecida en ladrillo visto, la
Colegiata y algunos edificios actuales sin sustancia se apelotonaban en aquel
encuadre acristalado; dos mil años de historia se daban codazos por aparecer en
la foto. Más abajo, los barcos cabeceaban en la dársena tratando de proteger
sus replegadas velas blancas de la grisura del invierno. Los cabos golpeaban en
los mástiles desnudos con el esquileo de un rebaño marino; aquel sonido recordaba
el tintineo de un comensal cuando golpea con una cucharilla la copa antes de
iniciar un discurso.
El edificio era un pastiche entre lo rancio y
lo postmoderno, la recia mampostería se combinaba con las líneas rectas de un
mobiliario anodino. La última planta estaba aún a medio restaurar, un montón de
viejos libros y la enmohecida pinacoteca
permanecían arrumbados contra el muro cubiertos con la enorme loneta que alguien
había reciclado cosiendo unas velas viejas.
Ese caos mal camuflado y poco
estético, y una fatigosa escalera, ahuyentaban a la mayoría de esa sala pero a
Silvia le gustaba disfrutar de ese aislamiento para corregir exámenes mientras
sus hijos jugueteaban a su lado. La curiosidad infantil se sentía
irresistiblemente atraída por los tesoros ocultos bajo ese inmenso bulto
misterioso que disparaba su imaginación.
¡Es el fantasma más grande del
mundoooo! bravuconeó el chaval tratando de amedrentar a una hermana que
siempre lo superaba en audacia. La niña alzó el pico del toldo y echó un
vistazo.
El viento roló en el puerto. El
cielo se tiñó de una negrura violenta. El tintineo de los balandros aceleró su
ritmo. El martilleo tenía ahora la insistencia desesperada de una moribunda que
golpease con una cucharilla el vaso de la mesilla de noche tratando de atraer inútilmente
la atención de una familia inexistente en una mansión vacía.
¡Fuera de ahí! ¡Vais a romper
algo! --les gritó al verles desaparecer bajo la tela.
Un golpe de agua en los cristales
hizo temblar los cimientos del edificio. Un relámpago extinguió de un soplido
todas las luces de la ciudad.
Buscó a tientas en el bolso su
móvil. La torpeza del nerviosismo hizo que tardará segundos largos como horas
en encender la linterna. Con la fuerza y el instinto de una loba que siente
amenazada a su camada descorrió de un sólo tirón aquel pesado lienzo como si estuviera hecho de gasa.
Revolvió retratos y libros a manotazos
para despejar el escondite de sus hijos.
La luz cruda del móvil devolvía a
la vida por un instante a aquella galería de seres olvidados. Todos aquellos
retratos, aunque eran de diferentes épocas y estilos, compartían el mismo aire
de desolación en la mirada. El más grande representaba a una anciana rodeada
por toda su familia. Su rostro era una mezcla de abandono, amargura y rencor a
partes iguales.
Silvia dejó de respirar. Una uña
de hielo amarillo le desgarró de un
zarpazo todas las venas de su pecho al reconocer el brillo húmedo de la súplica
en aquellos cuatro ojos que la miraban aterrados desde el regazo de la anciana.
Francamente bueno, con imágenes muy potentes. Lo del miedo es relativo y reflexivo. Cada cual tiene su otro lado del espejo, la fibra sensible a la noche, la luz, las niñas de hielo amarillo, al brazo que se regenera, al miembro que se pierde en una serrería de castores. Pero tu relato es francamente bueno. Felicidades.
ResponderEliminarGracias, Julio.
EliminarHostia, qué mal rollo.
ResponderEliminarY menos mal que no era una de esas pinturas abstractas.
Si con una polaroid puedes captar el alma de una persona... imagínate con el óleo.
El resultado puede ser "troppo vero" al óleo.
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