Cuando leí el manifiesto de carga me froté la barbilla con preocupación. Nuestra nueva misión era más peligrosa que aquella vez que cargamos nitroglicerina caducada a través de las turbulencias de una supernova y esta singladura iba a requerir más delicadeza que cuando realizamos un transporte de cactus a bordo de un Zeppelin.
El cinturón de asteroides del Eire fue repoblado por emigrantes de la vieja Irlanda. Ningún sacerdote los acompañó en aquel éxodo porque, a comienzos del II Milenio, sufrieron una terrible persecución religiosa por un quítame allá esas pajas: total por unas inocentes fellatios, unas manu stuprare y otras prácticas piadosas con menores que realizaban durante sus ejercicios espirituales. Pese a la ausencia de los líderes de su Iglesia, los habitantes de la nueva colonia preservaron su endémico rechazo al látex profiláctico lo que les condujo a una superpoblación incontrolable.
El gobierno dubliniano, presionado por la Autoridad Imperial, decidió aplicar un recorte demográfico. El chambelán de Economía, el honorable Jonathan Swift XVI en su célebre edicto “A modest proposal” encontró una solución sencilla y práctica. De aquellas criaturas se podría obtener un excelente foie gras que tendría muy buena salida en los mercados orientales del Imperio que se pirraban por las delicatessen.
La organización clandestina “Save the pibes” nos había contratado para eludir las draconianas medidas de ajuste y alejar de su destino a una piara un grupo de chiquillos. Además de peligrosa, la mercancía era ilegal, contrabando puro, tráfico de menores. La ley sería muy dura con el que cruzase la frontera con todo aquel alijo de paté en potencia. Apagamos el propulsor y nuestras luces de posición, dejamos que la inercia nos arrastrase a una bahía de atraque solitaria y abandonada. También sin luces, se nos aproximó una nave nodriza de la ONG que se situó a nuestra vera. Ayudada por un brazo mecánico acopló su módulo de carga Ulises I en la bodega de nuestra nave y se largó cagandoleches.
Aparte de ser de un color verde moco, sus orejas puntiagudas y tener cada uno 6 brazos, aquellos chavales eran iguales que el resto de los niños: una panda de cabrones. Sus manos acababan en una especie de garras, por su aspecto parecían las uñas de un terrible felino, pero tenían la consistencia de los pelos de una marta cibelina. Cuando te acariciaban con aquellos dedos sentías unas cosquillas insufribles, te entraba una risa irreprimible y acababas empapando los pañales de incontinencia.
Salieron en tropel por la escotilla de la bodega. Sus seis brazos resultaron muy aptos para tocar todo lo que no se puede tocar en un ingenio espacial, sintieron una atracción irresistible por el freno de emergencia, la ventanilla de evacuación y su martillito tan tentador, el botón de eyección... A través de la escotilla observé horrorizado como uno practicaba esquí acuático en el exterior de la nave sujeto a una de las mangueras de incendios. Lo metí para adentro tirándole de la oreja y entonces comprendí por qué las tenían tan puntiagudas. Nuestro escudo térmico había impedido que se chamuscase en exceso.
Los que quedaban dentro se dedicaron a vaciar los extintores para formar una piscina de espuma. Dentro de aquel mar de babas las puntas de sus orejas asomaban en la superficie, tan amenazantes como las aletas de un cardumen de tiburones a la hora de la merienda. Recordé algo:
--¿Tenéis hambre?
--¡Síííííí! –gritaron, con la unanimidad propia del referéndum de una dictadura.
Encargamos 180 pizzas cuatro solsticios. El pedido nos lo sirvió Nguyen, el motorista vietnamita que tienen en plantilla los de Cosmopizza para los envíos especiales.
Al acabar la pizza un silencio sobrecogedor invadió la nave y todos los niños desaparecieron. Pensé que con la merienda les habría entrado el sueño y al ver la cabecita de uno tumbado me tranquilicé. Me duró poco. ¡¡¡Habían empezado a jugar a los médicos!!! Llegué justo a tiempo para impedir que, a uno que habían amarrado a la camilla, le extirparan el páncreas. Volví a meterle toda aquella viscosidad dentro y cerré la incisión con la grapadora. El apéndice de aquel mocoso desapareció flotando y nunca más volvimos a verlo.
Destaparon el polvo de plutonio radioactivo que utilizamos para avivar la estufa de carbón en el invierno. Pensaron que eran polvos de pica-pica y jugaron a metérselos unos a otros por la espalda. Al más gordito, se los metieron por la boca porque algunos lo acusaban de haberlos dejado sin pizza. Al anochecer la bodega se pobló de pequeños dublinianos fosforescentes que revoloteaban zumbando como luciérnagas hiperactivas. El gordito parecía un gusiluz y todos los demás le observaban el abdomen y le pulsaban el ombligo por ver si se apagaba.
A Sozzap lo adoptaron por mascota. Cuando se durmió, le metieron gusanitos en la nariz para ver si dejaba de roncar. Poco a poco fueron cayendo fritos y se durmieron abrazados a él. Sozzap, por no conocer no conoce lo que es un tabú y es el ser más pervertido de la galaxia, pero jamás abusó de una ameba antes de que alcanzara la mayoría de edad. Porque hasta él, que es la materia gris más gris y estúpida del Universo es capaz de comprender que con los niños sólo se disfruta jugando como se juega con los cachorros. Y ese juego es el más divertido y tierno al que puede jugar un adulto.
Con todos dormidos y una vez la casa sosegada retomé los mandos de la nave. Pero no todos dormían. Un repelente niño gafotas observaba mis maniobras a mi espalda.
-- Si corregimos el rumbo a 260º Norte e incrementamos la velocidad a 900.000 match aprovecharemos el empuje gravitacional de esa estrella gigante roja y a través de un agujero de gusano recortaremos la duración de nuestro viaje en un 70%.
Y se puso a pulsar teclas a toda velocidad, sin darme tiempo a detenerlo. Casi me da un soponcio cuando atravesamos las puertas de Tannhauser sin frenar y arañando toda la defensa.
Amarré a aquel pitagorín en la mesa de operaciones, desperté a aquellos aprendices de cirujano y les puse un bisturí en la mano.
--Venga niños. Ahí tenéis.
Pero una vez que a los niños les das permiso para algo pierden todo el interés…
He de reconocer que con la maniobra del mocoso atajamos un montón y llegamos a destino en un pispás, esa unidad de tiempo que inspiró a Einstein su teoría de la relatividad. Cumpliendo las instrucciones de “Save the pibes” los desembarcamos en un planeta habitado por unas amazonas que convivían con gatos y preparaban rosquillas.
Arranqué los motores. Metí primera. Noté la palanca de cambios un poco pringosa. Aquellos cabrones la habían untado con Loctite. Despegamos (bueno, a mí me costó mucho trabajo despegarme). Sozzap aplastó su nariz todavía llena de gusanitos contra el cristal de la escotilla. A él también le costaba despegarse de aquellos monstruitos que nos decían adiós con sus seis manos y sus treintaiséis dedos. A medida que nos alejábamos pudimos comprobar que aquella masa verde esmeralda que se agitaba tenía la forma de un enorme corazón palpitante y lleno de vida.
Bravo Gordo, mejor y más original este homenaje que el que yo te proponía.
ResponderEliminarSaludos
Muy bueno, sí señor. ¡Herodes, ven!
ResponderEliminarme encantan estos viajes estelares, yo quiero ir en uno, aunque sea con encantadores monstruitos!!
ResponderEliminarSi es que ni los arturianos tienen un guía universal así!
(http://www.actosdeamor.com/arturianos.htm)
anónimo, vale Berto pero para homenaje el que nos metimos el otro día comiendo callos.
ResponderEliminarun paseante, Herodes era un santo inocente diga usted que sí.
ResponderEliminareSaDeLbLoG, estás invitada pero no creo que disfrutaras con el viaje. ¿sabes como puede oler una nave, con los pies de Sozzap dentro y sin poder abrir una escotilla para ventilar durante varios milenios?No , no lo sabes.
ResponderEliminarNo somos arturianos, somos asturianos y si no te lo crees que te lo confirme el anónimo de arriba.
Por ahí circulaba costo del bueno eh?? Si no, ni de coña sale un relato así :P:P
ResponderEliminarUn beso, Pazzos. Me he reído un montón. Gracias :D
novicia, costo del bueno rulaba por aquí
ResponderEliminarEn la nave está prohibido fumar, pero Sozzap ni puto caso me hace.
ResponderEliminarjoé, eso es una infancia memorable, y no la nuestra :)
ResponderEliminarno surrender, la infancia es la memoria.
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