Nunca sentí hablar al tío Manolo. Nunca. Ni siquiera cuando intentó cortarme un dedo con el cuchillo de la carne. Tampoco yo dije nada de esto jamás. A nadie.
El tío Manolo siempre usaba un jersey de punto verde y unas katiuskas del mismo color. Se pasaba las mañanas regando, lo que era una actividad algo excéntrica ya que en Galicia nunca ha parado de llover.
Por las tardes se sentaba en el comedor con la silla vuelta del revés, enjaulando su barrigón entre las varas de un respaldo en el que descansaban dos manos àsperas que servían de atril a su papada.. El tío Manolo siempre se pasaba las tardes mirando sin ver una televisión con sólo dos canales y que se arreglaba siempre con dos palmadas enérgicas en el lateral del mueble, porque por aquel tiempo las teles tenían un mueble hecho con madera de raíz. Si lo de la palmada no funcionaba mi padre se ponía las gafas y, polímetro en ristre, hurgaba en las tripas del invento, revisaba las lámparas de válvulas que eran unas bombillitas muy graciosas que se llenaban de polvo para luego escupirlo contra el cristal y así dibujar las imágenes de las películas y las novelas; cuando las válvulas se calentaban y cogían fiebre se volvían locas y abstractas, en la pantalla sólo se veía nieve. Mi padre aplicaba inyecciones con las agujas del polímetro al televisor, aquel aparato medidor era como la máquina de la verdad y la tele de la época debía decir muchas mentiras porque la flecha siempre marcaba el tope. De vez en cuando a mi padre le daba la corriente y el calambre nos daba mucho miedo y mucha risa al mismo tiempo.
La sobremesa discurría en aquel salón-comedor bajo la atenta mirada de un Cristo y doce apóstoles de plata. El tiempo lo empujaba el péndulo de un reloj que alguien había fabricado en Lóndres hacía más de cien años. Era de la marca Tempus Fugit...
El tío Manolo había sido el dueño de una fábrica de gaseosas. En el garaje todavía estaban las máquinas ahora cubiertas por telarañas, el gran depósito de uralita que se llenaba con el agua del manantial cercano, la máquina que rellenaba los sifones boca abajo, la máquina que dosificaba el jarabe de las gaseosas de naranja, otra con una rueda enorme, que parecía una tragaperras porque estaba llena de chapas que nos parecían monedas de oro y corcho.
Las botellas se lavaban en un fregadero con un cepillo que era como una rama de pino. El tapón era de porcelana, con una goma rosada y un cierre metálico muy ingenioso; las botellas pequeñas se cerraban con las chapas doradas grabadas con la marca "Gaseosas Calviño". Las botellas antiguas se llamaban boliches porque se cerraban con una canica de cristal. Mi familia siempre dijo que los furtivos usaban aquellas botellas para pescar porque al llegar a cierta profundidad reventaban como dinamita y los peces atontados se dejaban atrapar en la superficie. Esa historia siempre me provocó una mezcla de fascinación e incredulidad, porque los míos siempre hemos sido un poco mentirosillos e imaginativos.
La gaseosa Calviño era una bebida ligera, de burbuja fina y persistente, chispeante, con un agradable paso por garganta acompañado de un ligero picorcillo en la nariz y en las partes blandas de la lengua, de transparencia cristalina, en boca era levemente edulcorada con un toque ácido muy suave, de fácil digestión e ideal para beber sola o acompañada.
Como podéis deducir de estas notas de cata mi familia nunca ha tenido olfato para los negocios. Cuando el tío Manolo abrió la fábrica parecía una empresa prometedora. Por aquel entonces el vino de mesa era tan peleón que necesitaba del auxilio de la gaseosa o el sifón para convertirse en un líquido potable. Pero los emprendedores españoles somos muy de culoveoculoquiero y pronto la ría se pobló de fábricas de bebidas carbónicas y surgieron marcas de la competencia como setas. Una de ellas muy famosa era "LOS QUINCE HERMANOS", ¿quién puede competir con eso? mi familia, aunque grande, era mucho más pequeña.
Lo que terminó por hundir el negocio es que los de La Casera empezaron a comprar las pequeñas factorías que quebraban. Pero lo que más daño hizo fue que empezaron a utilizar triquiñuelas como comprar las gaseosas de los demás para romper los cascos, si recordáis había que devolver los envases vacíos en la tienda, esto se hacía porque las botellas costaban casi más que el precio de la gaseosa. Si te rompían el envase, estabas jodido, tan jodido como la lechera del cántaro.
Así reventó el sueño del tío Manolo, como revientan siempre las burbujas; se inflan hasta no dar más de sí y cuando estallan parece que donde antes había un hermoso mundo de cristal nunca jamás hubiera existido nada.
Hace unos meses estuve en el museo etnográfico de Grandas de Salime y pude ver, como dicho museo conserva el patrimonio material del occidente de Asturias y observé con detalle como era una pequeña empresa de gaseosa.
ResponderEliminarHoy recordé ese día al leer el relato y la historia de tu tío Manolo.
Un abrazo enorme.
No me extraña que el pobre no pronunciara palabra.Si todas sus ilusiones se le volatilizaron.
ResponderEliminar-Una imagen vale más que mil palabras...
Un abrazo:)
montse, para este blog es un lujo y un honor contar con una de tus fotos. ¡GRACIAS!
ResponderEliminar(soy un gorrón, te pediré más, je)
Bertha, mi tío era un Buster Keaton con sobrepeso.
ResponderEliminarNo te creas mucho la historia, ya tengo dicho que somos unos mentirosillos.
Recuerdo como si fuera ayer lo de llevar los cascos vacíos a la tienda para volver con ellos llenos (de cerveza, de leche, de gaseosa, de coca-cola...). Eso era reciclar y no lo de ahora.
ResponderEliminarEsos pequeños negocios que daban de comer a familias enteras pasaron a mejor (????) vida en cuanto se instauraron en nuestro país las grandes multinacionales y las hipersuperficies...
Muchos tios Manolo se quedaron en el camino o en las tripas de todos estos "engulle-ilusiones".
Besos, pazzos
Las consecuencias de que te jodan un sueño nunca son buenas. Se quitan las ganas de todo.
ResponderEliminarMuy instructiva y amena la historia, triste también, sea cierta o no, que intuyo lo es, aunque no fuera en la persona de tu tío Manolo.
Me he sentido un poco viejo tras leerla, pues he vivido algunas de las cosas que narras, como darle leches a la tele para "sintonizarla", o como decía el chiste "ajustarla".
En mi pueblo de la niñez, la empresa se llamaba, "Gaseosas La Catarata"... ¡me encantaba el olor de la pequeña fábrica donde las embotellaban, un olor dulzón, olor de mi niñez.
ResponderEliminarPero pasando de empalagos, paso a contarte unos de los mejores chistes verdes de mailaif.
Una pareja estaba en el campo retozando, cuando les entran ganicas de echar un polvo. Pero no llevan condón, y en esas el chico ve una bolsa de la Casera, la agarra y se la pone en la pilila como protección.
En esas llega un pastor (debía ser el marido, no me acuerdo mu bien), el chico sale pitando y el marido, que la ve tumbada en la hierba, la engancha y le da una buena ración de los mismo. Al sacarla, la exclamación es apoteósica:
- ¡¡Esto es propaganda, y no lo que hace la tele!!
Te lo juroporlasbragasdemafalda, que yo no soy una niña soez, pero cuando he leído tu texto me he acordado de este magachiste que me impresionó cuando contaba la edad de 6 o 7 años y no lo he podido evitar.
Asina soy yo.
Besos y guiños, caracandao!!
Novicia, otra cosa que me gustaba mucho de aquellas botellas de gaseosa era cuando las utilizábamos para calentar la cama. Era un ritual meter unos clavos dentro para que la botella no rompiera con el calor y luego la hacías rodar con los pies para que las sábanas quedaran lisas y calientes toda la noche.
ResponderEliminarAnto, el ser humano a evolucionado antes arreglábamos la tele a hostias ahora cuando se atasca el Windows lo restauramos con insultos: todo un avance.
ResponderEliminarflower, el capuchón de plástico de la Casera lo veo como una cosa muy moderna, recuerdo que antes había un cubretapón de papel engomado que si lo hubiese usado el del chiste se habría arrancado los pelos y eso hace mucho daño.
ResponderEliminarEl gerente de la gaseosa "Los quince hermanos" obviamente follaba sin condón ni nada parecido.
Hombre, Pazzos, el relato, bien, como siempre. Y la chica y el perro que lo ilustran (inequivoco aire imperial del Infanzón), yo diría que me suenan.
ResponderEliminarAl "tío Manolo" yo le oí hablar una vez cuando tenia 8 o 9 años, y con una solo tres palabras me dio dos grandes lecciones que recordare toda la vida: No te fíes ni de tu tío, y la otra fue que las ortigas no se deben coger con las manos. Sus
ResponderEliminarpalabras fueron: "Coge esta flor"
koolau, ¡Que fotos saca la hija de la Emperatriz del Infanzón, eh! De tal palo tal astilla.
ResponderEliminarpazzytos, con estas anécdotas la gente se va a pensar que el tío Manolo era un mal bicho cuando en realidad era un bendito.
ResponderEliminarCuando lo de la ortiga el que calló como un muerto fui yo para que picaras, el tío y yo nos partimos el culo cuando te vimos coger la ortiga con todas las ganas. Ya ves, una lección de Botánica que nunca se olvida y por la putacara ¿qué más quieres?
Pobre sobrinica...!!!
ResponderEliminar¡Joputa!
Flower
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ResponderEliminarAnónimo, te equivocas con el sexo de mi hermano y con el oficio de mi madre (o de mi bisabuela que tampoco eres muy clara en eso).
ResponderEliminar¡Flower, no te pases!