El reo miró a los seis soldados que formaban el pelotón y descubrió en ellos un destello de piedad. “No tirarán”, pensó.
Pero tiraron. Todos cerraron los ojos: los presos y los hombres armados.
Cuando Ramón Souto pudo abrirlos, vio las ropas de sus compañeros llenas de manchas de sangre y las suyas sólo de manchas de orín. Miró a los otros cinco. Miró, sobre todo, a su hermano Antonio.
Habían sido seis los disparos, pero sólo cinco balas atravesaron los cuerpos hasta estrellarse contra la tapia del cementerio.
El oficial al mando había repartido la munición entre la tropa, sin olvidar incluir, entre las balas, un cartucho de fogueo. No era este un gesto piadoso hacia los fusilados, sino que estaba destinado a tranquilizar la conciencia de los miembros del pelotón. Si alguno en el futuro padeciera remordimientos por haber matado a un hombre, siempre podría refugiarse en la posibilidad de que la bala de salva fuera la suya.
De regreso al pueblo, Ramón no acababa de creerse que aún estuviera vivo. Era el alcalde del pueblo, sabía muy bien que, aunque esta vez se había salvado, el peligro no había pasado todavía. Por eso, cuando le volvieron a encerrar en el calabozo y los que allí esperaban le rodearon para preguntarle: -Ramón, ¿qué ha pasado?- él les mintió: -No soy Ramón. Soy Antonio. Están todos muertos.
Le liberaron ese mismo día considerando que con un susto de aquel calibre había cumplido suficiente penitencia y que, en definitiva, su salvación era obra de Dios. Regresó a su casa. Dio el pésame a su esposa y abrazó emocionado a su cuñada. Apenas pudo pronunciar palabra.
Aunque Antonio Souto nunca se había mezclado en política, ser el hermano gemelo del alcalde le había conducido una vez al paredón. La familia decidió esconderlo en casa hasta que acabasen los paseos.
Los parientes encontraron muy raro a Antonio Souto, pero, ¡Cómo iba a comportarse con normalidad un hombre que acababa de escapar a la muerte!
Durante los primeros días permaneció en su casa, encerrado, sin apenas hablar, comer, sin atreverse siquiera a moverse, ni por supuesto a tocarle un pelo a su mujer, mejor dicho, a la viuda de su hermano.
Pero el tiempo encerrado es un tiempo muy largo, muy lento, y en definitiva, un hombre es un hombre…
La mujer no notó, o fingió no notar, la diferencia. Por aquel tiempo, en aquel lugar, todos los hombres hacían el amor de la misma manera. Todos igual de torpes, todos igual de bruscos, todos igual de breves.
Souto, nacido Ramón, renacido Antonio, muerto de miedo hasta el fin de sus días, no confesó jamás a nadie el trueque con el muerto. Años después, abrumado por el encierro, falleció y yace en una fosa ordinaria, que no común como la de su gemelo, sobre la que una inscripción perpetúa el desorden de los nombres por los siglos de los siglos.
Ramón ocultó su identidad y trató de olvidar su cobardía. Su familia trató de ocultar a Antonio y olvidar a Ramón, cuando en realidad estaban haciendo justo lo contrario. El miedo enterró, encerró y ocultó muchas cosas y olvidó otras tantas en aquellos años de confusiones.
Aquella mujer tuvo varios hijos, unos con Antonio, otros con su hermano. El tiempo y el silencio han conseguido que los nietos no podamos distinguir quienes procedemos de una u otra estirpe.
Puede que la historia de Ramón y Antonio Souto fuera así y puede que no. Fue tan grande el empeño en borrarla de nuestra memoria que nosotros, sus nietos, tenemos el derecho (y no nos queda más remedio) de inventárnosla.
Pero tiraron. Todos cerraron los ojos: los presos y los hombres armados.
Cuando Ramón Souto pudo abrirlos, vio las ropas de sus compañeros llenas de manchas de sangre y las suyas sólo de manchas de orín. Miró a los otros cinco. Miró, sobre todo, a su hermano Antonio.
Habían sido seis los disparos, pero sólo cinco balas atravesaron los cuerpos hasta estrellarse contra la tapia del cementerio.
El oficial al mando había repartido la munición entre la tropa, sin olvidar incluir, entre las balas, un cartucho de fogueo. No era este un gesto piadoso hacia los fusilados, sino que estaba destinado a tranquilizar la conciencia de los miembros del pelotón. Si alguno en el futuro padeciera remordimientos por haber matado a un hombre, siempre podría refugiarse en la posibilidad de que la bala de salva fuera la suya.
De regreso al pueblo, Ramón no acababa de creerse que aún estuviera vivo. Era el alcalde del pueblo, sabía muy bien que, aunque esta vez se había salvado, el peligro no había pasado todavía. Por eso, cuando le volvieron a encerrar en el calabozo y los que allí esperaban le rodearon para preguntarle: -Ramón, ¿qué ha pasado?- él les mintió: -No soy Ramón. Soy Antonio. Están todos muertos.
Le liberaron ese mismo día considerando que con un susto de aquel calibre había cumplido suficiente penitencia y que, en definitiva, su salvación era obra de Dios. Regresó a su casa. Dio el pésame a su esposa y abrazó emocionado a su cuñada. Apenas pudo pronunciar palabra.
Aunque Antonio Souto nunca se había mezclado en política, ser el hermano gemelo del alcalde le había conducido una vez al paredón. La familia decidió esconderlo en casa hasta que acabasen los paseos.
Los parientes encontraron muy raro a Antonio Souto, pero, ¡Cómo iba a comportarse con normalidad un hombre que acababa de escapar a la muerte!
Durante los primeros días permaneció en su casa, encerrado, sin apenas hablar, comer, sin atreverse siquiera a moverse, ni por supuesto a tocarle un pelo a su mujer, mejor dicho, a la viuda de su hermano.
Pero el tiempo encerrado es un tiempo muy largo, muy lento, y en definitiva, un hombre es un hombre…
La mujer no notó, o fingió no notar, la diferencia. Por aquel tiempo, en aquel lugar, todos los hombres hacían el amor de la misma manera. Todos igual de torpes, todos igual de bruscos, todos igual de breves.
Souto, nacido Ramón, renacido Antonio, muerto de miedo hasta el fin de sus días, no confesó jamás a nadie el trueque con el muerto. Años después, abrumado por el encierro, falleció y yace en una fosa ordinaria, que no común como la de su gemelo, sobre la que una inscripción perpetúa el desorden de los nombres por los siglos de los siglos.
Ramón ocultó su identidad y trató de olvidar su cobardía. Su familia trató de ocultar a Antonio y olvidar a Ramón, cuando en realidad estaban haciendo justo lo contrario. El miedo enterró, encerró y ocultó muchas cosas y olvidó otras tantas en aquellos años de confusiones.
Aquella mujer tuvo varios hijos, unos con Antonio, otros con su hermano. El tiempo y el silencio han conseguido que los nietos no podamos distinguir quienes procedemos de una u otra estirpe.
Puede que la historia de Ramón y Antonio Souto fuera así y puede que no. Fue tan grande el empeño en borrarla de nuestra memoria que nosotros, sus nietos, tenemos el derecho (y no nos queda más remedio) de inventárnosla.
¡AY! que me parece que "simulacros" de este tipo, hijos que no "son" de quien "tendrían" que ser, hay más de lo que nos pensamos ( y sin "guerra" por medio...)
ResponderEliminarGenial el post anterior, con retraso,pero te he contestado...
Una delicia, Pazzos...
ResponderEliminarMuy buena la historia.
ResponderEliminarMuy bien contada.
Y parece que muy bien disimulado el recurrente sarcasmo.
Genial.
Me has dejado de pasta boniato!
ResponderEliminarMis aplausos! genial!
Supongo que al final uno ya no sabe si es Antonio o es Ramón. Esa posibilidad de cambiar de indentidad por un período de tiempo me parece fascinante. Me ha gustado el tema y, sobre todo, donde y como lo has contado.
ResponderEliminar¿Tenemos telepatía, pazzos? ¿Has leído mi post de hoy?
ResponderEliminarDecirte que me ha gustado mucho es poco y hasta ridículo...uf... Besos
Ramón y Antonio: escondido y muerto. Inolvidables ahora en su tremenda historia.
ResponderEliminarMi abrazo, Pazzos. Me dejas conmovida.Y más.
nancicomansi, aunque no pude encontrar la versión de German Copini me dice Sozzap que si le concedes este agarrao
ResponderEliminaraunque tú a lo mejor prefieres las imágenes de esta otra
versión.
arcángel, gracias y más viniendo de ti.
ResponderEliminarana, me voy corrigiendo, dame tiempo.
mia, paté de boniato? eso a que sabe?
vanesolo, disfrazarse es divertido, lo malo es cuando es Carnaval el resto de tu vida por no poder quitarte la máscara.
mandarina, decidí repescar este relato (que me parece viejísimo a pesar de tener poco más de un año) después de leer tu post y el de otros que andan estos días a vueltas con la memoria histórica. El tuyo es más auténtico y sentido, donde va a parar...
quantum, esta historia es real e inventada al mismo tiempo. Falso es (y no se lo contéis a mi madre, por favor) lo de nuestro bastardo origen y el trueque con el difunto. Mi abuelo sí tenía un gemelo y es cierto que su hermano fue fusilado por ser el alcalde del pueblo. Pero de todo esto me enteré hace sólo unos años por el miedo, por el silencio
Pues yo me quedo con el tuyo, dónde va a parar... (no es boing boing boing).
ResponderEliminarLe he concedido el baile pero "agaerra" un poco fuerte, ¿no?, de todos modos a el se lo permito...faltaría...
ResponderEliminarPreciosa recopilación de imagenes "retro", gracias...y me pregunto ¿porqué se teñiría de rubia si de morena era una "bomba"?
me ha quedado en la retina una foto en la que sale con unas trenzas color carbón y un rabillo del ojo que llega a la "conchinchina"...¡me hubiera encantado vivir en esa época y lucir esos looks tan "desaforados"!
Gracias, eres un Amor!!!SMUACK!!!
Me apenan las historias donde hay muertos. Pero si cogemos cualquier diario, veremos cantidad que sin ser ajusticiados mueren cada día.
ResponderEliminar¡Ley de vida ! dicen.
Por lo de hijos de uno u otro, me pregunto ¿son de verdad de la buena padres, todos los que asi son llamados por "sus" hijos.
Hay historias sobre este particular
que mejor queden en el olvido.
Aquí en el Infanzón, parecemos tontos y....
Crueles tiempos aquellos habitados por mil historias terribles.
ResponderEliminarmandarina, esto parece una partida de pingpong piropo va piropo viene.
ResponderEliminarnancicomansi, pues Dalida tiene una versión de Parole parole parole que te deja sin palabras.
emperatriz, dudas sobre la paternidad se tienen desde que dejamos de ser amebas, hace ya unos cuantos años.
sintagma, la crueldad más horrorosa,aquí la tenemos muy lejos en el tiempo y a pocas horas de avión en el espacio.
jugador, la frialdad se debe a que no tengo ningún lazo emocional con mis abuelos. Si hubiera tenido algún tipo de relación con ellos no habría podido escribir esta barrabasada.
Pues acabo de llegar aquí por casualidad. También indagando sobre mis raíces y mira tú que casualidad que me encuentro con esto! Ramón Souto era mi bisabuelo y poco o nada sé de él, a parte de las historias que se escuchan por casa y las ganas de indagar sobre el tema. Me hace ilusión haber encontrado este blog. Me gusta la historia, siempre son más dulces aliñadas con un poquito de ficción. :)
ResponderEliminarLucía, debemos ser medio primos. Espero no ofender a ningún pariente porque en este cuento tan poco respetuoso con la historia real hay mucho de ficción y mucho de olvido.
EliminarPensé mucho en mantener o cambiar los nombres pero preferí mantenerlos a modo de homenaje, un poco chusco, un poco heterodoxo, pero homenaje.
Un bico.