
La fuente del colegio era un trapezoidal mamotreto de hormigón, sin gracia arquitectónica alguna, rematado por un crucifijo de hierro. Por un lateral emergía una canilla de latón deslustrado que se abría con una palometa de mariposa.
Aquellas aguas medicinales dejaban el punzante amargor del cardenillo del bronce agujeteando la pica de la lengua. El higiénico cloro resecaba el cielo del paladar. Aunque no había ni asomo del flúor que dicen que en la civilizada Suecia añadían a sus aguas municipales, para compensar, el plomo en suspensión se asentaba, sorbo a sorbo, en cada célula. Se detectaba también un sutil y salobre regusto a mocos, eso sí, hemos de reconocer que a moco fresco, una nota casi graciosa de puro juvenil. Los catadores más sibaritas podrían incluso percibir por vía retronasal delicados efluvios de orín de gato sobre mata de perejil por encima de un pertinaz fondo de aroma a gallinaza.
Había muchos estilos de amorrarse a aquel pilón, situado tan a ras de suelo que obligaba a los sedientos a agacharse: Los más osados bebían inclinándose como para jugar a ojo de buey, poniendo en grave riesgo, ora sus incisivos víctimas de un pescozón mal intencionado, ora sus posaderas por la amenaza de un empellón aún más perverso. Los más prudentes bebían vergonzantemente acuclillados. Los más discretos utilizaban como cuenco la tierna palma de la mano, convirtiendo en ablución mística el salvaje abrevar de los más bestias.
Pasaban por aquel caño cada día 500 niños y 500 niñas. Aprovechándose de la escasa altura de la fuente, no era raro contemplar a algún chucho rechupeteando aquel grifo y, sospecho que en la intimidad de la noche, también las ratas saciarían su sed. Si descartamos el reino animal no racional (¿no racional? esteeee, no mejor, si descartamos a los bichos) y teniendo en cuenta que cada escolar era acuciado por la falta de líquidos que propiciaba la actividad incesante un promedio de 3 veces por recreo, esto arroja un cálculo de al menos 6000 labios intercambiando sus babas cada día. (Nunca don Arturo nos planteó un problema así)
Don Arturo, no sé muy bien porqué, se dejaba un bigotito, tan ralo, que tenía que afeitarse igual cada mañana.
Don Arturo, no sé muy bien porqué, usaba manga corta hasta por invierno.
Don Arturo, no sé muy bien porqué, lucía orgulloso el verdiazul tatuaje de una gallina desdibujada. Algunos sospechábamos, por esto, que nuestro maestro era en realidad el verdadero propietario del gallinero vecino.
A don Arturo le gustaba mucho el orden. Con voz imperial nos mandó:
-- ¡A formar! Por orden decreciente de estaturas.
Ante el general desconcierto tuvo que traducir:
--¡Los más altos delante!¡Coño!
Formamos una marcial cola, para recibir, como si de la primera comunión se tratase, la vacuna de la tuberculina.
Apenas dos pasadas rápidas por el calor tenue de la fascinante llama mágica de un mechero Bunsen bastaban para esterilizar aquella aguja cuya longitud y grosor magnificaba nuestro pánico. Afortunados, los primeros de la fila disfrutaban del picotazo de una aguja todavía recta. Menos dichosos los siguientes que padecieron un banderillazo doloroso. Los últimos fueron castigados, en la suerte de varas, con un cruel puyazo a manos de torpe picador. El practicante descargaba todo el peso de su cuerpo sobre el émbolo de la jeringa tratando de desatorar la obstrucción de aquella cánula embotada. Nadie lloró, pese al tormento, para ahorrarse los lagrimones que una reputación blandengue podría acarrear en los recreos. Como premio a tanta sufriente abnegación y heroísmo recibieron una condecoración cárdena que lucirían orgullosos en sus hombros para el resto de sus días.
Una semana después regresaban los sanitarios para observar la evolución de aquellas ronchas. Formamos de nuevo una larga cola en el patio, pero esta vez, piadosamente, don Arturo quiso ahorrar la tensión de la espera a los más pequeños y, por tanto, potencialmente más frágiles y nos ordenó inversamente, de menor a mayor. Al final de la cola quedó Menéndez el Tiesa, indignado por verse relegado a una posición no acorde con su altura.
Para alinear la hilera, estirábamos el brazo derecho y rozábamos con la punta de los dedos el hombro del alumno precedero. Menéndez el Tiesa, (de cuyo sadismo daremos cuenta más adelante) desplomó su manaza sobre el hombro del maizón Quevedo, reventándole la erupción de la vacuna. Quevedo, al sentir la quemazón, devolvió la jugada a Palacios, y este al siguiente, en un cruel dominó de “tulallevas” . Cuando la broma alcanzó a Puga, el Pulga no encontró un hombro sobre el que desahogarse.
Los enfermeros se mostraron perplejos al inspeccionar nuestros omoplatos y comprobar que todas las ampollas, menos una, estaban reventadas. Nunca antes habían observado una reacción alérgica tan extraña y generalizada.
Fruto de aquellas observaciones y diagnósticos se repartían con generosidad unos pequeños diplomas (los únicos que muchos habrían de recibir en toda su vida académica). Aquellas boletas, que parecían etiquetas de rioja Paternina, lucían una banda diagonal que era azul si se poseían anticuerpos contra la tuberculosis. Si en aquella ceremonia de graduación eras agraciado con una boleta con banda roja, o peor, marrón, eso significaba que habías rechazado la pócima y que, por consiguiente, tendrías que someterte a una reválida de nuevos análisis e incómodos tratamientos.
Aquel año, los enfermeros observaron, atónitos de nuevo, que, sin excepción, todas las boletas que se repartían en el Manuel Rubio eran azules. Sospechando un error devolvieron las muestras al laboratorio.
Aunque ningún analista consiguió descubrir el origen de aquella inmunidad colectiva, durante varios meses el nombre de Ceares resonó en las revistas de medicina de medio mundo (de ese medio mundo que en realidad cuenta, naturalmente)
Los sorprendidos especialistas no acababan de explicarse la infinita variedad de la inquietante fauna microbiana que habitaba aquellas muestras…