Traven, Manuf y Aveiro caminaban por el malecón con el torpe bamboleo del que trata de equilibrar en tierra las oscilaciones de una marejada inexistente.
Traven iba muy abrigado; para un jefe de máquinas hasta aquel muelle de Dakar a mediodía habría podido resultar un lugar fresco.
Manuf siempre sonreía. Era uno de esos tipos aparentemente tan vitales que siempre nos pilla por sorpresa cuando nos llega la noticia de su violento e inesperado suicidio.
El capitán Aveiro estaba muy mosqueado porque Traven había encerrado en la nevera del barco, en uno de sus cabreos, a uno de los senegaleses que el gobierno local obligaba a enrolar como compensación por dejarles pescar gambas. Al pobre chico lo habían encontrado por casualidad y medio muerto, tan congelado que se le quebraron las rastas del pelo con solo tocárselo.
Traven se excusaba a su manera:
-- De haber sido un barco griego ya hacía mucho que lo habría tirado por la borda, yo sólo quería castigarlo un poco en el cuarto de los ratones.
Manuf, para quitarle hierro al asunto empezó a burlarse de los perennemente manchados dedos de Traven, cantándole la Saeta de Serrat con tergiversada letra:
“siempre con grasa en las manos
siempre por desengrasar”
Una brisa cargadita de aromas de hembra los empujó hasta el Stella Maris, atraídos por el reclamo irresistible de una puntiaguda rosa de los vientos dibujada en su fachada. Frente a la acera del bar hacia guardia una chiquita. Desfilaba con unos tacones desmesurados que realzaban un trasero ya de por sí respingón. Iba armada con un bolsito juguetón que centrifugaba como una honda, dispuesta a abatir con el pedernal del deseo al primer filisteo que se pusiera a tiro.
Nada es tan pegañoso como el calor en la época de lluvias. Nada mejor para huir de él que un buen bar, y unas cervezas heladas. Es curioso que, cuanto más atrasado sea un país, más refrescantes y sabrosas nos resultan sus cervezas. Nada que ver con una insípida Heineken abrevada en un elegante y aséptico bar de Luxemburgo. Ni comparación con las descafeinadas Budweiser que, con todos los parabienes de la OMS, la FDA y la DEA se pueden saborear, ¿saborear?, en cualquier centro comercial norteamericano. No señor. Aquellas cervezas, cuya calidad nadie certificaba ni homologaba, y cuya etiqueta y marca estaban escritas en alfabeto indescifrable, sabían a gloria bendita, y bajaban por la garganta como si la campanilla se hubiese convertido en aquel manantial que Moisés hizo brotar en el desierto. Los primeros tragos conseguían que el sudor, que hasta hace un momento les empapaba, desagradablemente, las rabadillas, se enfriase y notaran como, poco a poco, los calzoncillos se les iban despegando de la piel.
Manuf se encontraba en su salsa en aquel garito. En realidad se encontraba en su salsa en cualquier lugar de África. Era el rey del trapicheo, y aunque no sabía hablar ni inglés, ni wolof, (y su francés se parecía al francés como el mugido de una vaca) siempre se las apañaba para conseguir carburante, piezas de repuesto, o incluso los valiosos permisos de pesca. Se manejaba en las distancias cortas con la policía, traficantes y piratas como nadie, porque sabía siempre cual era el tiempo de adular, cual el de sobornar y en que momento compadrear o tirar de navaja.
El reloj aquella noche marcaba la hora del compadreo y la celebración. Les acompañaban unos coreanos que no paraban de reírse, vamos de descojonarse, y sólo Confucio sabe de qué.
Manuf que siempre era el primero en desaparecer les rogó encarecidamente que excusaran por un momento su presencia y tras dar una ñalgada burlona a la vieja palanganera que custodiaba la escalera, se dirigió a las habitaciones del piso superior.
El cuarto no tenía puerta, tan sólo colgaban del umbral esas tiras de abalorios que pretenden impedir la entrada a las moscas. Guiado por el olor a almizcle y sudor, Manuf localizó a la chica en la penumbra, sentada sobre la tapa bajada del water. Sabía que no podría hacer nada con aquella chica porque era víctima de un amarre que le había hecho su celosísima esposa cubana y que le impedía la erección extraconyugal.
La piel oscurísima de la chica contrastaba con el blanco trono de porcelana sobre el que se sentaba. Pese a tan modesto asiento no perdía por ello la digna altivez de la princesa africana que llevaba dentro. Unos inesperados y bellísimos ojos azules eran la prueba de que hacía más de 20 años que los marinos europeos recalaban en el Stella Maris.
La chica vestía tan sólo una camiseta blanca. Entre sus piernas abiertas resplandecía, como un sagrario, su jugoso sexo de un color rosa chicle. Manuf se arrodilló fervientemente ante aquella venerable llaga que se le ofrecía generosa.
Pellizcó aquella carne mínima, tiernamente, con apenas la pulpa de la yema de dos dedos. La sintió retraerse en un principio, como las hojas de una acacia sensitiva. Pero, poco a poco, la notó empapada en el licor del gozo y del deseo. Palpitaban sus pulsos, cada vez más continuos. La inflamaban el aire de jadeos y gemidos. La oyó latir, con tanta fuerza, que creyó que un corazón colmaba la palma agarrotada de su mano y se desangraba caliente entre sus dedos mientras que él se ahogaba en el mar turbulento y azul de aquellos ojos.
En aquel trance, una bemba cubana, una boca antillana, tomó prestados, como en un karaoke de akelarre, los carnosos labios de la chica para recitar maligna una oración rezada allende los mares:
--Pese a su mala fama, el pene es con sertesa
el más fiel en la cama
más fiel que el corasón, más fiel que la cabesa.
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Con necia presunción de varón, incapaz de apreciar y confesar el milagro acaecido y achacando la alucinación al calor y a la cerveza trasegada, Manuf bajó las escaleras del lupanar muy ufano y con garbo sandunguero. Desde la barandilla proclamó a la concurrencia su expresión favorita, con la que ocultaba siempre sus deficiencias amatorias:
¡Homérico! ¡Ha sido homérico! ¡Como se movía la negra Carlota!
Traven se contagió del entusiasmo de Manuf. Mientras los coreanos bailaban una especie de conga, cantando algo de Ricky Martin, oe oe oé, el gigantesco hombretón había encontrado apoyo en las caderas de dos preciosas mulatas y no se mostraba dispuesto a compartirlas con nadie, pensaba celebrar aquello como mandan los dioses de la fertilidad. Al ver que se dirigía al piso superior, Aveiro le gritó:
-- Ten cuidado, no te pase lo que al burro de Buridán.
--¿Qué Buridán?
-- Buridán era tan burro que quiso acostarse con dos hermanas gemelas. Cuando las vio en la cama, desnudas, equidistantes, tan hermosamente idénticas, con aquellos dos coños igual de apetecibles, fue incapaz de decidirse, la polla se le quedó perpleja y eyaculó en el vacío, entre las dos.
-- Descuida, no me pasará. Siempre empiezo por la izquierda. Soy muy metódico.
Subió dejando solo a Aveiro. Ante él, a sólo un palmo de su nariz, dos cervezas lo tentaban. Las dos tenían la misma etiqueta borrosa, las gotitas de escarcha las cubrían formando los mismos intrincados dibujos y regatos. La luz atravesaba los cristales ambarinos destellando reflejos en perfecta simetría. No pudo escoger cual beberse porque se desplomó antes sobre el mostrador.
El camarero recogió la única cerveza que había en toda la barra.