Entre los sórdidos héroes que conformaban el santoral de los
dibujos animados de nuestra infancia uno de los que más mal rollo me daban era Popeye. No sólo por la muy
grimosa etimología de su nombre Pop-eye, sino porque aquel marinero patizambo,
de hablar mascullante y mentón prominente, lucía unos hipertrofiados bíceps altamente sospechosos de haber abusado durante su estancia
en los Marines de todo tipo de clembuterol y anabolizantes. Lo que más grima
daba no era ese tatuaje de ancla tan tembloroso que se diría grabado en un infecto calabozo de la Legión con la aguja de una jeringuilla ponzoñosa, sino su forma de resolver los problemas y conflictos, fueran de la índole que fueran, a
base de mamporros potenciados por el consumo desaforado de verduras de textura y
consistencia más que dudosa.
Como perversa era su relación con su prometida, esa anoréxica bipolar que unas veces se hacía llamar Olivia y otras veces se presentaba como Rosario. La relación de Popeye con los amigos de Olivia es patológica. De
su antiguo novio Ham nunca más se supo, desapareció misteriosamente. Su otro pretendiente, Brutus, ese gigantón de barba y desaliñado aspecto bolchevique, aunque fuera un tímido torpe a
la hora de manifestar su amor y controlar sus pasiones, aunque el muy viciosillo tenía una desmedida afición por el bondage, el shibari y el nudo japonés, nos parece mucho más
sincero en sus sentimientos hacia la flacucha que esa actitud del marinerito tan chulesca, tan posesiva, tan de
presumir de una relación tan sólo de cara a la galería, exhibiendo a su novia del brazo por muelles y puertos como si de un trofeo se tratase.
La extraña relación con
Cocoliso nos hace más siniestro al personaje, este bebé de dudosa filiación no sabes si es el hijo secreto de Popeye y Rosario o el fruto de un desliz ultramarino de ese maltratador con pipa y mandíbula desencajada. Porque todos sospechamos que, cuando a Popeye se le iba la mano con las espinacas, le ponía a Olivia la cara como un mapa y le rajaba los pechos con las dentadas tapas de las latas de conserva.
Es por ello que no nos
cae bien, que no aplaudimos sus victorias, ni nos hacen gracia sus ganchos de derecha, y que nos alegramos profundamente de
su progresivo deterioro físico.