sábado, febrero 28, 2015

LA VECINA

LA VECINA


En cuanto escuchó el ruido del ascensor se abalanzó hacia la puerta. Los últimos pasos los dio de puntillas, eso sí. Contuvo el aliento. Giró la tapita con la delicadeza de quien pone en hora a un reloj imaginario. Aplastó su mejilla contra la madera, movió ligeramente la cabeza en su afán por alcanzar el mayor ángulo de visión posible a través de la mirilla.
Ellos salieron del ascensor abrazados, haciéndose cosquillas. La chica se retorcía y logró a duras penas meter la llave en la cerradura. Él la metió en casa con un simpático golpe de pelvis y cerraron la casa de un portazo que ahogó sus carcajadas.

Tras el golpe, el silencio. Aguzó el oído. Nada. Ni un murmullo. 
Se descalzó para sentir en el suelo la mínima vibración de los zapatos al caerse, de la ropa abandonada con prisa sobre el suelo. Tocó el marco de la puerta para notar las embestidas de los amantes cruzando torpes el pasillo, ebrios de pasión. Sólo percibió el propio pulso de sus dedos.
Se acercó al tabique que la separaba del tórrido dormitorio. Intuyó los golpes rítmicos del cabecero. Intuyó, sólo intuyó. Pegó la oreja y estuvo a poco de arañarse de tanto arrastrarla de un lado a otro del gotelé, a la caza de un jadeo descontrolado, de un gemido, de un estertor de placer, de un miserable eco de amor que llevarse a su vientre yermo. 
Buscó un vaso en la cocina, aquel ardid sólo le devolvió un decepcionante rumor de caracola. 

Las paredes oyen, sí, pero la suya estaba sorda como una tapia.

miércoles, febrero 18, 2015

EL CHISPAZO

Espero que sabréis dispensar el tono meláncolico y teñido de nostalgia de estas semanas del mismo modo que nos mostramos indulgentes con la euforia desbocada y un tanto chusca de la gente cuando celebra que les ha tocado el gordo de la Lotería.



El pluriempleo era algo tan habitual en los años 60 que, por aquel entonces, lo que ahora llamamos conciliación familiar consistía en tratar de convencer al jefe para poder salir un poquito antes y así poder llegar a tiempo a la segunda o tercera ocupación habitual con las que completar el exiguo jornal.
Como ya os conté en alguna ocasión, mi padre simultaneaba su oficio de militar con otras muchas tareas; durante muchos años se sacaba un sobresueldo con el arreglo de televisores.
Siempre estaba rodeado de trastes: resistencias como hormigas de lomos cebrados, condensadores y transformadores pesadísimos, lámparas preciosas de multiples patitas y rematadas con un final picudo y plateado, cubetas de líquidos corrosivos y malolientes que deshacían como por arte de magia los circuitos integrados. La luz mortecina de un flexo y el humo acre del soldador envolvían todo aquello con una penumbra mística mientras las gotitas de estaño que iban cayendo formaban a sus pies un firmamento de espejitos estrellados. Un caos de herramientas y cables enredados, de máquinas de precisión de funcionamiento hermético y divertido; el polímetro con su aguja ultrafina midiendo la tensión de aquellos Frankenstein de hojalata que se resistían a recobrar la vida, el osciloscopio con sus coordenadas de luz tan misteriosas y sus bip bip tan irritantes.

Por aquel tiempo los fabricantes no habían oído hablar todavía de la obsolescencia programada pero aquellos viejos televisores tenían un defecto; con el tiempo el fósforo de la pantalla sufría un desgaste progresivo que hacía que las imágenes iban poco a poco perdiendo nitidez. Cuando apagabas el aparato la imagen se desvanecía desde los márgenes hasta el centro formando un punto de luz que tardaba en desaparecer. La avería era grave, obligaba a cambiar el tubo de rayos catódicos que era el elemento más caro del aparato y, como en aquella época nadie tiraba nada, la reparación era costosa.

Mi padre y su socio descubrieron que, si aplicabas una descarga de miles de voltios en el tubo, se producía una especie de milagro que sus escasos conocimientos de física no alcanzaban a explicar; el fósforo de la pantalla parecía rejuvenecer con la descarga y las imágenes parecían recobrar la luminosidad del primer día. La solución, como muchas de las cosas de mi padre, era un poco chapucera y un tanto temporal; al cabo de unas meses el efecto se iba perdiendo y las imágenes volvían a ser tan difusas como antes, pero al menos sus clientes habían disfrutado de telediarios y estudios uno durante varios meses más.

El año pasado mi padre ingresó en urgencias y entró en parada. Cuando nos dejaron pasar a la UCI un amasijo de cables y tubos salían de su cuerpo. Tumbado en la camilla estaba conectado a un montón de máquinas que me recordaron aquellos osciloscopios. El tiempo se me hacía eterno mientras miraba para ellos y tampoco esta vez comprendía nada de lo que sus números me querían decir. Me alarmaba cuando las cifras de aquellos monitores parecían dispararse tratando de, con el poder de mi mente, forzarles a recuperar lo que mi ignorancia pretendía que era un rango normal. Me devanaba los sesos tratando de interpretar cual de aquellos marcadores se correspondía con su ritmo cardíaco y cual con la oxigenación de la sangre sin saber si era mejor que subieran o que bajaran. Cuando aquel bip bip se disparaba se me encogía el corazón, en aquellos momentos solo la aparente indiferencia de los enfermeros ante la estridente alarma lograba tranquilizarme un poco, no del todo. Temía que en cualquier momento todas aquellas pantallas se fundirían en un punto final fosforescente acompañadas por un pitido continuo y letal.

El doctor, con gesto serio y un inquietante y negativo vaivén de la cabeza nos explicaba de un modo rudo y más bien poco técnico: "¡Cómo quieres que esté, tuvimos que darle chispazo, joder!" Contra todo pronóstico, después de aquella descarga de cientos de voltios, mi padre se recuperó ante la incredulidad de médicos y enfermeros, y nos regaló unos cuantos meses de una existencia eso sí, cada vez más difusa y desvaída. Una prórroga que disfrutamos como se disfrutan las prórrogas: con mucha emoción y el corazón encogido.

¡Lástima que los arreglos de mi padre hayan sido siempre temporales y un tanto chapuceros!


lunes, febrero 02, 2015

EL TUERTO ES EL REY



¿Por qué es tan sensual la mirada de un tuerto? ¿Por qué la venda que cruza su rostro se convierte en la lencería más erótica que existe? ¿Por qué nos perturban tanto la asimetría de esos rostros cuyo ojo único nos clava el dardo de su pupila en lo más hondo y sensible de nuestra alma.

Vamos a obviar la respuesta chusca (¿un agujero más?), por una vez no vamos a caer en la broma gruesa y facilona.

La energía de los mutilados es poderosa. Una Victoria de Samotracia con cabeza perdería ese empuje hacia adelante, ese despliegue de potencia arrolladora. Una Venus de Milo con brazos malograría parte de su manca belleza inmaculada. Nos fascina el dolor fantasma, el aura que desprenden los miembros perdidos, la morbosa carne tajada, la vida sesgada se precipita por el abismo de los muñones.

Atraía como un imán la singular belleza de la princesa de Éboli en el pasado, tanto, como el bello rostro de la infortunada María de Villota en nuestro más reciente presente. La vida les ha trazado la rúbrica del drama en mitad de la cara pero con tan admirable caligrafía que nos deslumbra su misterio y su fortaleza interior. El parche  es una medalla negra que cuelga de las frentes aventureras de los piratas y condecora la bravura de los toreros.  Nos seduce el drama cuando roza la leyenda.

La belleza quizás radica en encontrar la asimetría en lo que debería ser parejo. Nos fascinan los bicolores ojos de la diosa Nefertiti o del dios Bowie, los bizcos dan mejor en pantalla porque son más fotogénicos. 
La asimetría puede ser más letal que la peligrosa simetría del tigre de la que tanto hablaron Borges y el divino Willian Blake.