domingo, julio 28, 2013

MAREAS MUERTAS

La foto es de Pablo Leis que en verano cambia su azotea por una playa en Sada y una lareira.


¿Y si un día, cansado, el mar nunca volviese
fatigado de remontar la orilla eternamente,
ese repecho de arena
repetido mil y un veces?

¿Y si el agua se escurriese
por entre el horizonte y los ocasos,
un mar en fuga persiguiendo
a la luna huidiza y casquivana

Y nos dejara varados, secos y salados
recubiertos de algas y desechos
como restos de un extraño
naufragio en retroceso,
un encallar inverso
en un arrecife con ansias homicidas
que nos acecha
oculto tras las dunas
de una playa de arenas movedizas,
emerge por sorpresa,
se abalanza sobre nosotros
y nos abre una vía
donde más daño hace?


lunes, julio 22, 2013

¿JACOBINO O JACOBEO?



Las dos risueñas hermanas me condujeron a través de un luminoso claustro. Me mostraron, con legítimo orgullo, una modesta celda de paredes enjalbegadas donde veneraban el cuerpecillo incorrupto de la que había sido durante casi 80 años la repostera del convento.
La monja, menuda y leve como un suspiro, reposaba, (se podría decir levitaba) sobre un mantel adornado con unos ribetes tan finamente calados que semejaban una blonda, y tan almidonados que se dirían hechos de oblea.
Me sorprendieron sus manos blancas de harina.
Aquellas manos puras habían amasado quintales de harina, habían sabido sopesar  el azúcar, tasado el grano celemín a celemín sin desperdiciar un gramo, siempre sin báscula y con tan buen ojo que jamás desperdició una pizca, el más mínimo copo de nada.
Sólo una vez habían pecado aquellas inmaculadas manos. Muchos lustros atrás, al poco de ingresar en el convento, apenas iniciada la clausura, había cometido el delito, la horrible falta, el imperdonable despilfarro de tiznar la nariz chatita de una pícara novicia que les habían remitido del convento de Guanajuato y que la entretenía cada noche con las historias de su aldea. Y lo hizo para reprenderla con cariño porque le había propuesto hacer chocolate de axolotes,  una disparatada receta maya a base de manteca de cacao puro y salamandras albinas…
Durante las décadas que pasaron aisladas del mundo aquellas cuatro manos habían amasado pestiños, rosquillas, polvorones, perronillas, mazapán, alfajores, yemas, mantecados, turrones. Habían batido cremas, natas, espumas y mieles, merengues. Habían molido piñones, pistachos de Alepo, anacardos, estrellas de anís, semillas de sésamo y ajonjolí. Habían rallado chocolate belga, corteza de lima y limón, regaliz. Habían espolvoreado azúcar glasé, vainilla, nuez moscada. Aquellas manos se habían impregnado de aromas de caramelo, de naranja amarga, de confitura de arándanos, de menta negra, hierbabuena, clavo, cilantro, cardamomo y de las mil especias que les enviaban al convento desde las misiones y que ni siquiera tienen nombre.

Me contaron que la pequeña india murió años ha. Y al poco, murió de una inexplicable tristeza la repostera. Pregunté por cómo murió la novicia y dónde estaba enterrada, las hermanitas cruzaron sus miradas cabizbajas y no recordaron o no quisieron recordar nada.
Cuando nos marchamos me rezagué un poco para dejar salir primero a las monjitas y quedarme a solas con la yacente pastelera. No pude evitar la tentación de quebrarle un dedo a la momia. El hueso se partió con la fragilidad de un palito de canela; me lo llevé a la boca.Un estallido de sabor místico inundó mi boca. Aquel sabor a gloria bendita con textura hojaldrada que parecía emanada y destilada de los frutos del mismísimo Paraíso Terrenal incensó mi paladar, al tiempo que sentía como una esencia milenaria revolvía en mis entrañas muchas de mis más firmes convicciones.
 Abandoné la celda con paso furtivo, muy ufano y orgulloso de mi gesto sacrílego. Al cruzar el umbral de la celda una rendija de luz iluminó el cadáver, el nuevo juego de las sombras sobre las arrugas dibujó una expresión muy diferente en aquellos adustos rasgos. Se me erizó el vello al contemplar la beatífica sonrisa de triunfo que iluminaba aquel rostro enmarcado por la toca, una sonrisa desafiante que trataba de domeñar la vanidad de la soberbia pero que se burlaba de mis ojos desorbitados que contaban y recontaban los diez dedos que, cruzados sobre el pecho, reposaban íntegros sobre el blanco sudario.


domingo, julio 14, 2013

El hueso de la risa



Por más que el Homo Sapiens con orgullo
presuma de albedrío y de conciencia
de sano juicio y de Razón serena
de que el Destino es suyo
y que él solo gobierna
el rumbo de sus pasos
e, incluso, los más necios
presuman de Espíritu
y de Alma

un solo golpe en el hueso de la risa
(ese punto en el codo
donde nervio y músculo
se conjuran contra la voluntad)
dispara el resorte
de nuestra condición títere
y nos desvela
que nuestros actos son
poco más (nada más)
que el espasmo convulso
de unas ancas de rana
torturada post-mortem en un laboratorio.

El más noble amor
el más abyecto crimen
son, tan sólo,
los tics descontrolados
de un mono decadente.

jueves, julio 04, 2013

El eczema


Me pica. Me pica horrores. Me muero de picores. Me rascaría como el oso Yogui hasta dejar sin corteza todos los árboles del parque de Yellowstone. Al que dijo que sarna con gusto no pica le frotaba yo los cojones con un matojo de ortigas. Pedí cita al especialista.

Nada más asomarme por la puerta de la clínica la recepcionista me reconoció desde su cabina situada a más de cincuenta metros y me saludó efusivamente con un: "Hola, señor Pazzos ¿Cómo va esa blenorragia?" demostrando que, aunque de memoria anda fatal, de la vista y los pulmones está estupendamente. Correspondí con un cortés: "Buenas tardes" a los cuarenta pares de ojos de la sala de espera que, por una extraña razón, estaban todos clavados en mí.

La recepcionista me advirtió que el doctor Procopio se había jubilado y que la consulta de dermatología la atendería en su lugar la doctora Marta.
La doctora Marta hacía honor a su nombre y a su profesión: tenía la pinta de tener la piel muy pero que muy suave. Desde el momento en que la vi supe que mi enfermedad se había vuelto crónica. El más mínimo rebrote me serviría de excusa con tal de volver a encontrarme con aquel pedazo de hembra.  Alta, de una esbeltez no exenta de potencia, morenita de pelo y piel. Gastaba unas gafas grandotas, que trataban de aportar seriedad y madurez a un rostro juvenil y travieso. Estuve pensando en fingir una enfermedad venérea para que me refregase un poco los bajos. Me contuve. Aún me arrepiento.
Me hizo un reconocimiento (de una profundidad decepcionante, a mi entender) Hizo caso omiso a mis ruegos y súplicas para que me rascara un poco con esas sus uñas tan bien manicureadas. Anotó en una hojilla los medicamentos que me prescribía y me explicó minuciosamente la forma de aplicarlos. A medida que avanzaba en su explicación mi asombro iba en aumento.
Recogí la mitad de las cosas necesarias para el tratamiento en la farmacia y la otra mitad en el Mercadona de la esquina.
Cuando llegué a casa me desnudé y procedí a embadurnarme todo el cuerpo con el ungüento. La doctora se había negado en redondo a untarme ella misma la cremita pero había insistido mucho en que, para que funcionase mejor el corticoide, tenía que hacerlo en oclusión, es decir, que tenía que formar un emplasto sobre mi piel, cubrirlo con film transparente y dejarlo actuar durante horas.
Haced la prueba en la cocina. Tratad de cortar una tira de ese plastiquillo y que se quede tiesa, sin plegarse, pegarse, ni formar un gurruño medusoide en menos de un segundo. Probad a a hacerlo con las manos pringosas. Y, más difícil todavía, probad a hacerlo mientras os rascáis la espalda compulsivamente contra la puerta del cuarto de baño.
Pronto le pillé el truqui y empecé a enrollar el film alrededor del codo, del brazo,del hombro, el tronco, el cuello, las piernas, hasta transformarme en una momia postmoderna de plexiglás.
Empezó a hacer calor. Llevamos un verano polar y tenía que ponerse a hacer calor precisamente ahora. Convertido en un papillote humano de poliuretano comencé a sudar. Mi imagen reflejada en el espejo bien podría ser la próxima portada del London's Perverts, una revista cultural inglesa de mucho éxito entre los burócratas de la City y la Curia Vaticana.
 El cuerpo ya no me picaba, todos mis sentidos estaban ocupados en transpirar. Con el paso de las horas el plástico parecía encogerse cada vez más y me costaba trabajo respirar. Me sentía como un capullo, como el capullo de un gusano de seda. Pensé que resultaría muy embarazoso morirse así, que lo de David Carradine en el armario a lo mejor había sido sólo el fruto de un brote de urticaria.

Logré llegar dando saltitos hasta la cocina. Con la ayuda de los restos de una pata de jamón que por muy verde que se esté poniendo me da mucha pena y pereza sacarla del jamonero y tirarla, logré librarme del embalaje. Gracias a aquella pezuñita negra logré desgarrar el envoltorio y liberarme de aquella crisálida cuando estaba a punto de fermentar vivo en mi propio sudor. Cuando salí de la crísálida estrené una nueva piel, brillante, deslumbrante, espléndida. He leído en el prospecto que los corticoides apenas tienen efectos secundarios pero desde que me salieron este par de alas de mariposa en la espalda sólo me atrevo a salir de casa por Carnaval y el día del Orgullo Gay.