lunes, diciembre 21, 2015

INTERINIDADES


Aunque muchos de ustedes lo pondrán en duda tengo una licenciatura por una universidad cuyo nombre mejor ocultaremos, que ya bastante desprestigio acumula la pobre para que venga yo ahora a echarles más mierda encima presumiendo de ex-alumno.
Recuerdo incluso que en una ocasión tuve la osadía de presentarme a oposiciones habiendo preparado un solo tema: "Goethe", autor filipino del que jamás he leído obra alguna. Siempre he tenido mucha fe en el error administrativo aunque, en aquella ocasión, me falló el pálpito.
En cambio, algunos de mis compañeros de promoción, con expedientes académicos impecables, con un talento que envidiaría el mismo Mister Ripley y una claridad de ideas deslumbrante, acudían a aquel proceso de selección sabiendo todos los temas al dedillo, realizaban exámenes brillantísimos, salían a hombros de las "encerronas" y sus tribunales los cargaban de sobresalientes "cum laude", los coronaban con ramitas de laurel y les hacían la ola en el Aula Magna.
El caso es que después de tanto esfuerzo, tanto triunfo y tanto ditirambo, los pobres no lograban obtener la tan ansiada plaza de funcionario profesor. ¿Por qué? (Preguntaréis los pocos que hayáis soportado tanto preámbulo). ¿Por queeeeé? (Preguntaban desesperados mis compañeros desgarrándose las vestiduras y hasta la toga que les prestó el fotógrafo para hacerse la orla). Pues porque un tapón de funcionarios interinos colapsaba todas aquellas plazas e impedía el acceso a los nuevos aspirantes. La experiencia se puntuaba con un baremo tan alto que nada podian los dieces de los nuevos incluso si los viejos no pasaban del cero. Esta injusticia se prolongó para mi generacion durante muchos años de desánimo, lágrimas y crujir de dientes. Y es por eso que parte de mi quinta juró odio eterno al interino.
Ayer, un resultado tan equilibrado como desequilibrante ha dejado sin opciones, de momento, a muchos de los aspirantes a comerse el roscón de Reyes en la Moncloa.  En un principio el presidente interino intentará hacer valer sus privilegios, después hará todo lo posible, los pactos naturales, los contra natura y los desnaturalizados, con tal de mantener la poltrona; luego llegará el tiempo de los bloqueos, de las dilaciones, de las artimañas rastreras, muy rastreras y mucho rastreras. Al final, agotadas todas las prórrogas se presentará a esa examen infinitamente pospuesto con la esperanza de pillar al personal tan desilusionado y perplejo que hasta puede que le aprueben la reválida.
Mucho me temo que nos esperan tantos meses de interinaje que se nos van a hacer largos como centurias.

domingo, diciembre 20, 2015

ALL YOU CAN EAT


No suelo dejarme seducir por esas tentadoras ofertas que prometen atiborrarte de toda la carne que puedas devorar en hora y media a cambio de un precio relativamente modesto y cerrado. 
Pero hace unas semanas, en el kyoteño barrio de Pontocho, sucumbí ante una barbacoa que atraía a todos los Ulises hambrientos del mundo con la musiquilla pertinaz e irresistible de una jovial polka bávara que continuará machacando mis tímpanos por el resto de mis días. El olorcillo que emanaba terminó por convencernos mejor que aquel canto de sirena.
Una vez sentados, pusieron en marcha el cronómetro, nos pasaron el menú junto con las instrucciones del juego. Nos tranquilizó ver que entre los diversos manjares podríamos disfrutar de las tiernas carnes de un buey del extrarradio de Kobe (el extraŕradio de Kobe es un territorio de dimensiones incógnitas que se puede extender hasta las inmediaciones de Aldebarán).
La única condición para degustar aquella gloria bendita era que, con carácter obligatorio, tendriamos que deglutir antes un surtido compuesto por las lorzas más infames de un puerco (no sé si de Kobe o de otro lado que nadie mostró el menor interés por enseñarnos el pasaporte del marrano). Dejar algo en el plato sería castigado con severidad.
Hastiados de pancetas y entresijos, cuando llegó el momento de degustar aquellas delicias poco o nada quedaba del  feroz apetito que nos empujó al restaurante. Reconocimos el mérito del matarife con los cuchillos por lonchear aquel buey como si fuera Jabugo y dejamos que se produjera el milagro de la transustanciación de aquellas ostias de ternera que pasaron del estado sólido al gaseoso sin apenas contacto con nuestro paladar. Agradecimos, pese a todo, tanta transparencia: un solo gramo de carne más hubiera puesto en peligro las costuras de nuestros trajes y de nuestros cuerpos.

Después de muchos años hoy he vuelto a votar. Y el sentimiento es similar al de aquel restaurante: me atontan con fanfarrias, me dan cuatro años para disfrutar de todas las maravillas que me ofrecen y no dejan de presumir de su absoluta transparencia pero, me temo que, para catar algo de solomillo tendré que tragar mucha chistorra de primero.

martes, diciembre 08, 2015

El Metro, la Gran Estafa.


El metro, como medio de transporte, es un fraude. Un grandísimo fraude. 
El trazado de toda la red metropolitana de la ciudad de Tokyo es más corto que el circuito de un tren de la bruja. En el  vagón siempre viajo medio agachado, temeroso de que emerja por una trampilla del techo un garrulo con una peluca y una máscara barata y se líe a escobazos con el pasaje. (A veces aquella bruja se parecía a Esperanza Aguirre recién levantada de la cama).
Alguno ya os habréis percatado del timo; cuando se entra en el túnel el convoy se paraliza y en las paredes se ponen en marcha unos paneles deslizantes que provocan la sensación de velocidad, un diaporama cíclico de oscuridades y tinieblas. Esta ficción se sincroniza y complementa con una banda sonora de crujidos, viento huracanado y fricción de hierros al borde del descarrilamiento. El culebreo de los carruajes y el falso bamboleo desacompasado de los amortiguadores nos sumerge en un panorama de aceleración y vértigo.
En realidad, el camino entre estaciones lo realiza el pasajero por su propio pie a través de un laberinto de pasadizos y peldaños interminables que, si no fuera por la publicidad, se diría un monasterio de Escher, aquel dibujante de escaleras gallegas, de ésas que suben y bajan al mismo tiempo y no conducen a ningún sitio. Uno llega a las vías agotado, atraviesa galerías comerciales, esquiva mendigos y músicos de mejor y peor estilo, remonta mareas humanas que van en sentido contrario, se empapa del olor de fritanga y detrito humano. Desplomado sobre el asiento luego el trayecto se le hará muy corto ¡Es que es muy rápido!   Alardean los gestores del invento.
Probad a recorrer por fuera la distancia entre dos estaciones, por ejemplo Callao y Gran Vía en Madrid: lo que son cuatro pasos contados se transforma en el subterráneo en un periplo transiberiano.
Y es que el metro, en su truculencia, carece de la nobleza de los grandes trenes, es el hermano bastardo del Orient Espress. Pertenece a la estirpe de los trenes de fería, primohermano de las montañas rusas, primosegundo de los chiquitrenes turísticos de la costa. Por eso, cuando compro en la máquina el abono de diez viajes, rebusco en el cajetín por si con el ticket me regalan un par de fichas para los coches de choque.