Los hombres tipo Federer son esos asquerosos que cuando juegas a cualquier cosa con ellos no sólo te derrotan, sino que te humillan y te dejan en ridículo. Y para más INRI lo hacen desde la elegancia, desde la discreción, con caballerosidad; generosos en la victoria la celebran sólo con media sonrisa, te felicitan por lo bien que has competido (aunque no hayas logrado hacerles ni un punto) y todo ello (y es lo que más jode) sin despeinarse, sin el más mínimo esfuerzo, como si derrotarte fuera para ellos algo tan natural como el respirar.
A veces coincides con un individuo del modelo Federer en un viaje. Tú has metido en la maleta una plancha de viaje, y hasta un bote rojo de Toke, ese apresto en forma de spray que promete darle un aspecto almidonado a tus camisas. Total que después de darte un madrugón para planchar, después de sudar planchando tu camiseta más que si hubieras trasnochado en una sauna finlandesa en un hotel del Caribe y de derrochar más vapor que una locomotora asmática, bajas a desayunar y cuando sales del ascensor pareces un zarrapastroso con la prenda hecha ya un pingajo, que de tanta arruga el Coronel Tapioca parece un octogenario. En el hall te espera con la sonrisa más reluciente que has visto nunca el Federer de turno, hecho un pincel, con su camisa impoluta y estiradita y eso que es de esas de chorreras que tú no compras ni de coña porque no hay quien meta el pico de la plancha entre tanto bordado y tanto adorno. Entonces él se excusa modestamente por su aspecto desaliñado y confiesa que se ha olvidado la plancha en casa pero que él dobla las camisas nosécómo para meterlas en la maleta y te hace una demostración con la servilleta con la punta de los dedos y en medio segundo nada más. Que tú eso lo has visto en Internet y lo has practicado en casa pero lo más que has conseguido es hacerle un nudo a la manga. Y mientras te reconcomes por dentro él sigue plegando la servilleta hasta transformarla en una garza que arranca los aplausos del personal y pone en pie a todo el comedor.
Y al regresar de la excursión por la noche tú vuelves cubierto de harapos porque te has enganchado en todos los espinos del camino y llevas medio culete al aire porque te caiste entre las zarzas; mientras que él y su pareja regresan como dos pimpollos, contando que unas amables indígenas les han bordado las iniciales en las camisas y les han regalado unos gemelos de artesanía gratis porque les habían caído muy simpáticos. Cuando te preguntan que si habéis comprado algo en la visita te niegas a confesar que después de media hora de regateo has comprado los mismos gemelos por 40 dólares y por mucho que ofreciste no se dignaron a remendarte el pantalón porque aquellos antropófagos nunca habían visto un culo tan blanco y no podían parar de reírse.
Cuando bajas la basura y te cruzas en el ascensor con tu vecino el Federer tu bolsa va pingando y eso que has comprado en el Mercadona un saco reforzado especial antifugas, antiolores y con cierre automático. Has tomado todas las precauciones y aún así te sonrojas porque se te escurren por los lados las raspas del pescado y las mondas de plátano. Él baja con un paquetito tan mono que parece que le han envuelto un regalo en Tiffanys.
Cuando bajas la basura y te cruzas en el ascensor con tu vecino el Federer tu bolsa va pingando y eso que has comprado en el Mercadona un saco reforzado especial antifugas, antiolores y con cierre automático. Has tomado todas las precauciones y aún así te sonrojas porque se te escurren por los lados las raspas del pescado y las mondas de plátano. Él baja con un paquetito tan mono que parece que le han envuelto un regalo en Tiffanys.
También te encuentras en el trabajo con el compañero Federer. Tú te pasas semanas preparando un trabajo, sacrificas horas de sueño, comes a base de sandwiches para no perder ni un minuto y cuando vas a exponerlo te traicionan los nervios, conviertes tu discurso en un farfullo incomprensible, al hablar escupes perdigones al presidente del Consejo de Administración, rompes a sudar, te desmayas como una damisela y, cuando recuperas el conocimiento, allí está Federer abanicándote después de haberte practicado una maniobra de reanimación. Y todos le dan palmaditas en la espalda porque mientras te practicaba el masaje cardíaco improvisaba cuatro frases con las que defendía tu proyecto, lo enriquecía con un par de aportaciones de cosecha propia y dibujaba unas gráficas de estimación de beneficios con la mano que le quedaba libre. Mientras bebías el vaso de agua que te ofrecía te dabas cuenta que no sólo tenías que estarle agradecido porque había salvado tu vida sino que encima había evitado que te despidieran pues había logrado convencerlos para que te integraran en un programa nuevo para empleados aquejados del síndrome de Burnout. Además cuando te hacía el boca a boca te percataste de lo bien que besa el condenado.
Y es entonces cuando comprendes y te solidarizas con Caín. Porque aquel carapijo de Abel se merecía algo más que un par de buenas hostias.