sábado, noviembre 22, 2014

Cayetana

No sé a que viene tanto desgarrarse las vestiduras entre la progresía e intelectualidad ante el homenaje popular y mediático con que se ha despedido a la Duquesa de Alba: que si era una terrateniente sin entrañas, que si su fortuna tenía una exención fiscal del 90 por ciento, que si no estaba un pijo buena... ¡Paparruchas! Maledicencias de gentes de baja ralea y dudosa condición.

Méritos no le faltaban a la buena señora para que le estemos eternamente agradecidos. Si no fuera por ella y la familia que engendró las peluquerías de este país serían lugares más silenciosos que la biblioteca del Hogar del Sordomudo. Esta mujer ha encarnado durante décadas el esperpento nacional con tal maestría que se merece una estatua en mitad de la Plaza Mayor. Yo sería el primero en ponerme a la cola para hacerme una foto de su bracete.
Muerto Giacometti, no sé que otro escultor podría reflejar con realismo el surrealismo de su figura estrambótica: ese cuerpecillo de Marilyn de todo a cien adornado con galas de Alta Costura recién salidas de las màs selectas traperías del Rastro y coronado con la peluca encanecida de Harpo Marx. Quizás los moldeadores del Museo de Cera que son capaces de monstruificar cualquier efigie serían capaces de afrontar el desafio de emular su rostro simiesco, pero tengo yo mis dudas.
A esa estatua siempre le faltaría algo; esa voz lastimera de anciana mimada. Esa dicción caprichosa que nadie supo corregir en su infancia de una buena hostia, ni en los mejores colegios británicos enderezaron el defecto porque la disciplina inglesa ya no es lo que era. Esa voz es la de alguien que lo tuvo todo, que vivió en Xanadú y nadie le negó nada, pero que todo el afecto que recibió de niña se lo dieron las criadas.
¡Pobre niña rica!

miércoles, noviembre 19, 2014

TIEMPO DE GALERNA


Imagen: Laurie Lipton


Las últimas luces de la tarde se colaban por los inmensos ventanales del Ateneo. La silueta del palacio de los Revillagigedo, restos de una muralla romana recrecida en ladrillo visto, la Colegiata y algunos edificios actuales sin sustancia se apelotonaban en aquel encuadre acristalado; dos mil años de historia se daban codazos por aparecer en la foto. Más abajo, los barcos cabeceaban en la dársena tratando de proteger sus replegadas velas blancas de la grisura del invierno. Los cabos golpeaban en los mástiles desnudos con el esquileo de un rebaño marino; aquel sonido recordaba el tintineo de un comensal cuando golpea con una cucharilla la copa antes de iniciar un discurso.
 El edificio era un pastiche entre lo rancio y lo postmoderno, la recia mampostería se combinaba con las líneas rectas de un mobiliario anodino. La última planta estaba aún a medio restaurar, un montón de viejos libros y la  enmohecida pinacoteca permanecían arrumbados contra el muro cubiertos con la enorme loneta que alguien había reciclado cosiendo unas velas viejas.

Ese caos mal camuflado y poco estético, y una fatigosa escalera, ahuyentaban a la mayoría de esa sala pero a Silvia le gustaba disfrutar de ese aislamiento para corregir exámenes mientras sus hijos jugueteaban a su lado. La curiosidad infantil se sentía irresistiblemente atraída por los tesoros ocultos bajo ese inmenso bulto misterioso que disparaba su imaginación.
¡Es el fantasma más grande del mundoooo!   bravuconeó el chaval tratando de amedrentar a una hermana que siempre lo superaba en audacia. La niña alzó el pico del toldo y echó un vistazo.
El viento roló en el puerto. El cielo se tiñó de una negrura violenta. El tintineo de los balandros aceleró su ritmo. El martilleo tenía ahora la insistencia desesperada de una moribunda que golpease con una cucharilla el vaso de la mesilla de noche tratando de atraer inútilmente la atención de una familia inexistente en una mansión vacía.
¡Fuera de ahí! ¡Vais a romper algo! --les gritó al verles desaparecer bajo la tela. 

Un golpe de agua en los cristales hizo temblar los cimientos del edificio. Un relámpago extinguió de un soplido todas las luces de la ciudad.
Buscó a tientas en el bolso su móvil. La torpeza del nerviosismo hizo que tardará segundos largos como horas en encender la linterna. Con la fuerza y el instinto de una loba que siente amenazada a su camada descorrió de un sólo tirón aquel pesado  lienzo como si estuviera hecho de gasa. Revolvió retratos y libros a manotazos  para despejar el escondite de sus hijos.
La luz cruda del móvil devolvía a la vida por un instante a aquella galería de seres olvidados. Todos aquellos retratos, aunque eran de diferentes épocas y estilos, compartían el mismo aire de desolación en la mirada. El más grande representaba a una anciana rodeada por toda su familia. Su rostro era una mezcla de abandono, amargura y rencor a partes iguales. 

Silvia dejó de respirar. Una uña de hielo amarillo  le desgarró de un zarpazo todas las venas de su pecho al reconocer el brillo húmedo de la súplica en aquellos cuatro ojos que la miraban aterrados desde el regazo de la anciana. 

miércoles, noviembre 05, 2014

SHIBARI




Le he visto hacerme lo mismo una y mil veces. Me alza sin apenas esfuerzo. Me sujeta entre sus manos con suavidad y firmeza al mismo tiempo. Le encanta sentir mi sedosidad deslizarse rodeando su cuello; ese abrazo tierno en el que deposito mi amor cada mañana.
Tira de mí. Me desequilibra de una forma calculada, exacta, milimétrica y rutinaria. Luego me hace dar vueltas, me ciñe atrayéndome con fuerza hacia sí. Me da otra vuelta, como en un parque de atracciones, me pone boca abajo, boca arriba, hasta que casi pierdo el sentido. Me hace pasar por el aro, sin miramientos, con un gesto decidido del que sabe lo que quiere, como conseguirlo y que no admitirá la menor resistencia. Me retuerce, me ata, y todo sin apenas mirarme, sólo tiene ojos para admirarse ante el espejo, maquinalmente, con esa mímica estudiada y repetida de memoria. 
El último gesto es siempre el mismo. Aprieta el nudo con las dos manos, casi hasta el límite de nuestras respiraciones. Afloja un poco, me acaricia y luego recorre todo mi cuerpo con la mano, aplastándome contra su pecho tibio.

Y no volverá a acordarse de mí hasta que regrese a la noche del enésimo Consejo de Administración. Se deshará de mis lazos con alivio  de un desdeñoso tirón y me dejará tirada en una percha hasta el día siguiente.
Y mañana volverá a tratarme como si fuera un trapo.