domingo, febrero 07, 2016

EL DESHOLLINADOR (Autorretratos de pie forzado)


Mi oficio consiste en desatrancar chimeneas de arriba a abajo. En desatascarlas lo más rápido posible. Es un oficio de hombres. Primero porque cuando un hombre corona las alturas se pone los brazos en jarritas y tiene ganas de llegar abajo para contar a los demás cómo son las vistas. Y porque, cuando hay varios hombres sobre un tejado, todos pelean a empujones por ver quién es el Rey de la Montaña.

Un oficio humano.
Un oficio muy gris.

Tuvimos los deshollinadores de Charles Dickens, los de los poemas de William Blake, los que bailaban en Mary Poppins, y ahora estoy yo. El único que no es un personaje. Soy real.

Soy el hombre más equilibrado sobre el borde de una cornisa, el más tranquilo, el más concentrado y mi trabajo consiste en mantener el equilibrio por muy desequilibrado y resbaladizo que esté un tejado y el mundo que hay debajo.

Todos los grandes deshollinadores causan asombro por su equilibrio. Nuestra silueta se recorta en el cielo en la arista de los edificios como en la cuerda floja de un circo. Los otros, desde la acera, aguardan con espectación el instante de nuestro descalabro. Nada entretiene más que ser testigo de un desastre. No te pagan por limpiar sus chimeneas, te pagan por eso.
Dar miedo. Fingir un tropezón para que ellos puedan fingir su piedad. Eso reconforta mucho sus corazones miserables. Su compasión les redime ante ellos mismos.

Deshollinar más rápido es antes que nada deshollinar de otra manera. Ser el más hábil en el manejo de las baquetas y el escobillón, el más rápido al enrollar en tu codo la cuerda de la plomada ganchuda. Y tener el agudo ojo de una rapaz para discernir en el tubo el cadáver atorado de un cuervo muerto.

Los alemanes revolucionaron el oficio con sus arneses de diseño, los americanos con sus bombas de gases desincrustantes, los japoneses con sus minirobots teledirigidos.
Ahora estoy yo.
Ser un gran deshollinador es una condición que exige una entrega absoluta de si mismo y una concentración total. Deshollino a tiempo completo. Con escalo y nocturnidad. Jamás doy un paso en falso, esquivo el verdín de los musgos y el vuelo rasante de las gaviotas cuando protegen sus nidos.

Coged a dos hombres en igualdad de peso y de material, en el mismo tejado, ponedlos uno al lado del otro, y siempre soy yo el que deshollina más rápido.
Mi cuerpo es blando, deshuesado, invertebrado casi. Tengo hombros de anguila y mi piel es tan viscosa que incluso contagia a mis ropones oscuros y los lubrica como si mi abrigo fuera de teflón. Puedo deslizarme a través de cualquier tubo por estrecho y sinuoso que sea.
Las chimeneas de las casas de Gaudi me las hago yo todos los meses. Las de la Plaza Roja, con sus tejados bombachos, también. Y si hay fumata bianca en el Vaticano ya sabéis quién es el responsable. Me conozco al dedillo todas las techumbres del mundo, lo mismo me hago las chimeneas de una pagoda que limpio de hollines la Casa Blanca.
Todo cuenta en tu carrera.
Un día desalojar un nido de cigüeñas se convierte en lo esencial. Distraer al bicho con tu chistera de mago con torería y valor, tener cintura para evitar sus histéricos picotazos, hipnotizarlo con trucos de prestidigitador. Desahuciar a la okupa zancuda y buscarle una solución habitacional alternativa en algún campanario para ella y sus cigoñinos. Ves sus siluetas recortarse sobre la espadaña contra un horizonte turbio de nubarrones y, por una centésima de segundo, te has preguntado en que posición están los dedos de tus pies y si es firme el terreno sobre el que se asientan.

Cuando duermo, trabajo. Cuando como, trabajo. Diseño escaleras de mano, ligeras y  desplegables hasta la Luna; suelas antideslizantes para evitar patinazos, rascadores, nuevas herramientas para desobturar, aspiradores ciclónicos para la carbonilla.
Estoy tan acostumbrado a tragarme mis vértigos como a tragar cenizas. Me asomo a los abismos y retengo a duras penas ese pie que se empeña en dar un paso al frente.

En cuanto el silbido del patrón me libera del trabajo suelto el escobón. La lluvia deshace mis cortezas de mugre y un increíble deshollinador menguante se desliza por toboganes de pizarra, por el aquapark de los canalones hasta desintegrarse en el descenso. Después queda un deshollinador que ya no tiene ni ojos, ni cabeza, ni piernas, y que resbala por el sumidero más rápido que los demás hombres.
Es la regla.
Y luego está ese momento que inevitablemente llega en una vida, el único momento de verdadero reposo, el reposo del deshollinador.
Un deshollinador jamás madura, nunca llega a convertirse en adulto. Has salvado las tejas rotas, las vigas carcomidas, los anclajes herrumbrosos, las cuerdas podridas, las chapuzas de albañiles, aparejadores y de los arquitectos más galardonados. Pero un día cometes ese fallo estúpido (que no es de distracción, porque los deshollinadores no conocen la distracción). Y te quedas corto un par de centímetros al saltar a la terraza vecina. Y ahí llega el reposo, el reposo inmenso. Has perdido la chistera. Has perdido el trabajo. Ya nada tiene importancia, ya no eres un deshollinador, tus músculos se relajan, tu mente se libera, sabes que vas a partirte la crisma.