sábado, diciembre 21, 2013

AGUINALDO

Este humilde deshollinador les recuerda que hoy ha entrado el invierno y aprovecha la ocasión para felicitarles las fiestas y abusar de su generosidad al pedirles el aguinaldo. 



martes, diciembre 10, 2013

La postilla.



Cada vez que nos caíamos, mamá reproducía siempre el mismo ritual. Sacaba de una lata de ColaCao un rollo azul  azulete, una especie de brazo de gitano de algodón hidrófilo. Arrancaba un pellizco de esa nube y lo empapaba en un líquido que podía ser o inocua agua oxigenada, si consideraba que habíamos sido inocentes de la trastada, o alcohol de 96 grados que escocía (nosotros decíamos "lallaba") en la herida, si sospechaba que habíamos tenido una presunta responsabilidad en la fechoría que había originado la brecha. El acto de esterilizar se convertía en una especie de juicio donde el reo derramaba lágrimas tratando de ablandar la severidad de aquel tribunal sumarísimo. Nada que hacer; si habías sido condenado a la pena de alcohol, ya te podías deshacer en lamentos que te sería aplicado sin que la mano del verdugo-cirujano temblara lo más mínimo. 
Cuando el llanto y la sangre remitían, sacaba una ampolla muy graciosa, apretaba la gomita para succionar unas gotas de mercromina con las que luego pintaba de rojo pasión nuestras rodillas despellejadas. Para rematar la faena,  aplicaba con mimo una tirita (que se despegaba siempre) o un parche de gasa sujeto con esparadrapo (que no había forma de despegar). Preferíamos este segundo vendaje, mucho más heroico, que nos permitía regresar al patio del recreo y presumir de la lesión con el orgullo de un  honorable soldado de la I Guerra Mundial caído en combate.
Al cabo de un par de días lográbamos arrancar con mucho ayayay aquel esparadrapo. Y allí estaba ella: la postilla. Una costra marronuzca con ribetes colorados había taponado la herida. Aquella postilla era un imán para nuestras uñas. Recorríamos con ellas su contorno como quien rodea un castillo buscando el punto débil para asaltar la muralla. Podíamos pasarnos horas palpando aquello para ver si estaba curado. Tirábamos un poco de una esquinita para despegarla de la carne, con mucho cuidado arañábamos despacio para arrancar unos trocitos de sangre reseca, levantábamos un poco aquel tapón coagulado  y, al borde del desprendimiento, lo volvíamos a su sitio. Rascábamos más y más, todo el día con el dedo en la llaga, como Santo Tomás. Y no parábamos hasta que al final, después de horas y horas de hurgar en la herida, la postilla se caía dejando ver una piel milagrosamente intacta; o era arrancada de un tirón prematuro, en cuyo caso, las más de las veces, la cosa terminaba de nuevo en el botiquín de mamá con una colleja bien ganada.

Hoy por hoy la cosa sigue igual. Salvo que la mercromina ya no se vende y todo se cura con Betadine que, con ese nombre tan cursi y ese color tan soso, no puede sanar lo mismo por más que digan en el prospecto. Y ni mamá ni nadie posarán besos ni gasas en las heridas. Ahora nos tenemos que curar solos. Sacar el botiquín de urgencias y empezar a zurcir lo que se haya roto. Poner puntos de sutura donde haga falta y esperar a que la herida cicatrice.

Y las postillas siguen teniendo el mismo atractivo. Pensamos que la cosa ya está curada, que ya ha pasado tiempo más que de sobra. Que la carne ya se habrá cerrado y no volverá a hacernos daño. Y no pararemos de hurgar con el dedo, de meter la uña y de darle vueltas a la cabeza hasta conseguir que aquello vuelva a abrirse y dejarlo todo perdido.
Y lo peor de todo es que no podremos aplicarnos un correctivo porque es muy difícil darse a uno mismo una colleja.


domingo, diciembre 08, 2013

El loco

Il Pazzo. Tarot de Minchiate - 1725


Cuando veíamos a aquel hombre, todos los niños echábamos a correr calle abajo gritando: ¡¡¡Que viene el loco!!!
Era un señor calvo, de mediana edad, feo sin llegar a monstruoso, con los ojos más tristes del mundo. Caminaba ensimismado hasta que nuestros insultos o nuestras pedradas lograban sacarlo de quicio. Iniciaba una carrerilla furiosa pero jamás lograba atraparnos porque, además de ser torpe de pies, tampoco le duraba mucho la ira.



Esta tarde noté como alguien clavaba sus ojos en mi espalda. Al girarme reconocí aquel rostro amargo y cansado en el que se habían estancado los años.

Me tocó en el hombro y me dijo: "Tú la llevas".
Ahora soy yo el loco que persigue y asusta a los niños.




jueves, diciembre 05, 2013

ATASCOS Y DESATASCOS.


Nada. Que no traga.

Esta frase sólo puede ser pronunciada en dos contextos muy diferentes.
Descartemos en esta ocasión las felaciones en sus diversas modalidades. Mi fregadero se ha atascado. 
No es la primera vez. Al muy agonías de tanto en tanto le dan estos arrebatos y se hace la estrecha. 

He probado de todo. Salfumant del Mercadona. Un desatascador líquido del Mercadona. Un desatascador en polvo de Mercadona. Una botella de sosa cáustica Hacendado que en la etiqueta prometía de todo: aquello lo mismo servía para limpiar las tuberías del bidé, que para elaborar jabones, que para aliñar aceitunas. Cuando me vio echarle la mano al bote, el repositor del Mercadona me sopló por lo bajinis con un guiño de complicidad que también era ideal para deshacerse del cadáver de la suegra. Ningún resultado. Lo único que conseguí después de verter aquel cocktail por el sumidero fue un humillo multicolor muy gracioso y un volcán de espuma que habría tenido mucho éxito como experimento en el Hormiguero de Pablo Motos. 
Probé con una salsa de jalapeños que encontré en la nevera, recordé el efecto que había tenido sobre mi intestino y concluí que el aparato excretor de un humano y las instalaciones sanitarias de una vivienda no dejan de ser en el fondo una misma cosa. Otro fracasito.

Un amigo me dijo que eso se arreglaba a base de mucha agua caliente. Puse el calentador a tope; si antes del agua caliente el fregadero tardaba horas en aliviarse, con la temperatura la mezcla de grasas, detergentes, pelos, migas y menudillos fraguó, la pileta se transformó definitivamente en estanque y la cocina en baño turco con tanto vapor. Me puse tan furioso que, desesperado, empecé a rugir y a golpearme con rabia el pecho con los puños. Parecía salido del rodaje de Gorilas en la niebla.

Me armé con un desatascador manual, de esos de goma negra y un mango de madera. Recordé haber leído de adolescente una novela de chicas en un reformatorio que llamaban Johnny a uno de estos desatascadores. Creo que el uso que aquellas mancebas daban al tal Johnny fue lo que convirtió a "Inocencia Perdida" en uno de los bestsellers de finales de los 70.
Empecé a bombear (con perdón) con aquel artilugio del diablo. Su funcionamiento es similar al de una zambomba y ya sabéis que tengo una predisposición natural para el manejo de ese instrumento. Empecé a menear aquel émbolo con energía. Me dejé llevar por el entusiasmo.  Como hace tiempo que no tengo lavavajillas y el desinstalador olvidó cegar su cañería, el agua estancada y corrosiva salió a chorro por aquel boquete empapando mis pantalones, mi lencería favorita de Victoria's Secret y esas partes de mi cuerpo que un caballero no osa mentar. Al instante sentí una comezón horrorosa, una picazón insufrible y me vino a la mente el terrible final de don Rodrigo el godo: "ya lo comen, ya lo comen, por do más pecado había". Corrí a la ducha a enjuagarme para evitar quedarme en carne viva. Pero, como el calentador estaba a la máxima potencia, me escaldé como un cerdo en San Martín.
Me cambié de ropa (me mudé en la doble acepción del término porque con cada jirón de ropa se iba un jirón de piel chamuscada) y proseguí con la tarea; para evitar nuevos accidentes decidí tapar el agujero del lavavajillas, primero con un corcho que no encajaba bien y luego tuve la brillante idea de usar un condón muy caducado que encontré por la mesilla de noche. Seguí dale que te pego al desatascador, pero ahora salió un chorro disparado por el rebosadero que me salpicó a los ojos. A palpo, con una mano cogí una Vileda para tapar el orificio, mientras que con la otra seguía meneando el palito que bien sabía yo que para esas lides de sobra podría arreglármelas con una sola mano. 
La cosa parecía dar resultado, el nivel del agua iba bajando con cada bombeo. Esperanzado, empecé a bombear con más frenesí (estos cambios de ritmo también me resultaban naturales) Cuando pensé que ya iba a salir hasta la última gota noté que algo me golpeaba en la entrepierna. Aquel condón se había hinchado alcanzando proporciones monstruosas. ¡¡¡Podéis creerme, por mucho que os guste el cine negro jamás habréis visto nada similar!!!
Debo confesar que, una vez superada la sorpresa inicial, aquel roce no me resultó del todo desagradable, aquel toquecito era como una invitación a conocer mundos inexplorados; ya sabéis la fascinación que de siempre me producen las cosas hinchables, los castillos, las piscinas de bolas y las chicas neumáticas. Curiosón, no pude resistir la tentación de inflar un poquito más aquella cosa...

Nunca os fiéis de un condón caducado. Al rozar con la cremallera de la bragueta aquel zeppelín impúdico  reventó y se transformó en un tsunami de aguas fecales, mondas de naranja y bolsitas de té. ¿Habéis visto la película "Lo imposible"? Pues aquello fue lo mismo, pero sin final feliz.