
Los martes tocaba gimnasia. Los chicos nos cambiábamos en la misma aula sin utilizar los vestuarios. Algunos llevaban el chándal oficial del colegio, un engendro de tejido elástico rojo con una banda blanca de elegancia pijamoide bajo la ropa de calle. Otros sacaban de una bolsa de deportes Adidas Munich 72, (la misma en la que sus padres guardarían la fiambrera en el turno de noche de ENSIDESA) un pantalón corto azul y una camiseta naranja. Muchos, como el Puga, ni siquiera tenían ropa de deporte.
La mayoría calzábamos unas playeras Keds de loneta azul marino, y aunque algún vivitorro tenía unos tenis de John Smith, lo compensaban otros que hacían deporte con zapatos negros que combinaban maravillosamente con el chándal rojo. Tampoco era inusual que alguno apareciese con botas camperas, que el modernillo del Zotes se presentara en clase con zuecos e incluso, en una ocasión, Tuero el Huevo nos dejó admirados a todos con unas flamantes botas de fútbol cuyos tacos de aluminio se deslizaron grácilmente patinando por la cancha de asfalto.

Bajamos a la cocina. El comedor del colegio nunca llegó a ser inaugurado por falta de presupuesto y el material deportivo que había enviado el Ministerio de Educación y Ciencia se conservaba dentro de una nevera industrial.
Al baloncesto se jugaba con unos balones medicinales rellenos con ocho kilos de arena. Al voleibol se jugaba con un balón de balonmano, para el frontón se utilizaba una pelota de tenis. Pero el fútbol, bueno, al fútbol, se jugaba con casi cualquier cosa. Para aquel día escogimos una bola roja.
Las reglas del partido eran sencillas y, como los mandamientos, se resumían en dos: No existe el Orsay, y gol es gol. Y la táctica era igual de simple: Dónde va el balón, allí vamos todos.

En una de estas refriegas Puga el Pulga sufrió una caída espectacular. Muy preocupado, el canijo jugador observó el pantalón porque el abrasivo asfalto del patio tenía la fea costumbre de quemar la ropa. Aliviado al verlo intacto se remangó la pernera, la sangre manaba a chorro del boquete que se había abierto en la rodilla.
-- Si los mancho, ¡mátame mi madre!
A nadie se le ocurrió tirar el balón a banda para atender al herido, ni esas mariconadas del fútbol moderno de parar el partido. Escupió en la llaga y se reincorporó al juego con las canillas al aire.
--¿Qué pasa Puga? ¿Vas pescaaaar?—nos burlamos.
En la primera ocasión que tuvo, casi delante de la portería contraria, dio un punterazo que salió completamente desviado hacia arriba.

--¡Curcio!—le gritamos.
El balón rebotó en el larguero y salió despedido por encima de la valla del colegio.
--¡Meca! Puga la encoló.
--¡La ley de la calella, el que la tira va a por ella!
El Puga se encaramó penosamente a la tapia. Palacios también trepó para ayudarlo a pasar bajo los alambres que la remataban. Para putearlo primero separaba el cable y cuando el Pulga estaba justo debajo, lo soltaba para que el espino se le clavase en el culo.
-- ¡Carapijo! Como se me raje el pantalón va a matame mi madre.
El colegio lindaba con un gallinero. Para recoger las pelotas perdidas había que trepar a un tejado, pillar despistado al paisano furibundo y harto de que le pisáramos el sembrado, burlar las dentelladas de un perro-lobo enloquecido, recuperar el balón y lograr retrepar vivo al colegio.
Quiso la fortuna que la pelota roja fuese a aterrizar en la cima de un montón de cucho. Parecía la guinda de un pastel. Puguina tanteó con un pie la consistencia de aquella montaña de estiércol. Pudo dar dos pasos, y con el tercero consiguió alcanzar el esférico; pero, el suelo de la cumbre, mucho más blando, se hundió bajo sus pies. La mierda le cubrió hasta el cuello, pero aun así no soltó su presa.
Logró arrastrarse fuera de aquella trampa de arenas movedizas, apresuradamente esquivar los colmillos del asesino chucho, lanzar la pelota y saltar la tapia.
Aquel fue un día glorioso. Logró meter tres goles porque nadie se atrevía a marcarlo demasiado cerca. Al terminar la clase, feliz y sonriente como nunca marchó corriendo a casa, preso de impaciencia. ¡Tenía tantas ganas de ver a su madre para contárselo…!