sábado, julio 09, 2016

LA SISA

Yo confieso. La inconsciencia y audacia propias de nuestra juventud se confabularon con nuestra miseria económica en la comisión de un delito. 
Mi primera novia robaba condones, para nuestro personal uso y disfrute, en la casa del notario en la que trabajaba. No funcionaron con nosotros las llamadas de la Iglesia Católica que condenaban el hurto y promocionaban la castidad, ni nuestra miserable condición nos empujó al ahorro aparente de hacer nuestros amores a pelo, que hasta nuestra inconsciencia juvenil tenía sus límites. 
Nunca nos pillaron y eso que, a medida que le cogíamos el truquillo y el gusto a las mecánicas de nuestros cuerpos, los asaltos a aquel tesorillo profiláctico bordearon la imprudencia.

Años después me ha dado por imaginar, entre arrepentido y muerto de la risa, las miraditas de recelo que se debieron de cruzar en aquel hogar burgués tras los respectivos recuentos; ese mutuo reproche larvado y creciente pero que, al no aflorar nunca en una bronca a la italiana, garantizó nuestra impunidad y nos permitió prolongar ese fase exploratoria de los primeros goces, que es de los pocos aprendizajes de la vida en que uno  espera con más ansiedad e impaciencia la hora de entrar en clase que la de salir de la Academia.
Gracias, mil gracias, señor Notario de Villaviciosa.

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